De agravios y códigos postales

AutorVictoria Schussheim

Tras un feroz enfrentamiento mano a mano con internet, acabo de descubrir que es más fácil descifrar el bosón de Higgs que encontrar ciertas historias de nuestra cotidianeidad.

Ocurre que, en plena convalecencia electoral, decidí que nadie necesita mi ayuda para saber qué pensar, sentir u opinar con respecto al proceso político que acabamos de vivir. (No que crea que podría ser de ayuda nada de lo que dijese). Y, francamente, el tema me tiene exhausta. Me siento, hubiese dicho mi madre, "como después de una grave enfermedad" (no puedo darle a ese "grave" toda la resonancia rusa de la erre). Así, igualito: desmadejada, guanga, decaída. Ni ganadora ni perdedora: devastada, abrumada, avasallada. Harta, en fin.

Decidí, entonces, que era momento de ventilar un viejo agravio. ¿Por qué, si el código postal es único e irrepetible, y contiene toda la información necesaria para saber dónde está una dirección determinada, vivimos los chilangos -no sé qué pase en otras ciudades del país- en la obligación de escribir unas direcciones kilométricas con calle, número exterior, número interior, colonia, delegación y, para mayor afrenta, ¡código postal!

Científica social hasta la muerte, aunque no ejerza, quise dilucidar la historia de las delegaciones y los códigos postales. En domingo. De vacaciones. (No vacaciones para mí, que conste, sino para la UNAM, que en consecuencia, en lo que debe ser una acción única en el mundo, cierra todas sus bibliotecas, incluidas las que tiene bajo su custodia, como la Nacional y la Hemeroteca. Los estudiantes, maestros, investigadores, que disponen de tiempo para dedicarse cada quien a lo suyo, no pueden usar una biblioteca: los libros también descansan. Ah, de...

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