Carlos Fuentes / La revolución federalista

AutorCarlos Fuentes

Es asombrosa la vigencia que el tema federalista conserva a principios del siglo XXI, si pensamos que el debate original sobre el asunto data del siglo XVIII y, puntualmente, del pensamiento constitucionalista de la Revolución de Independencia de los Estados Unidos de América.

Hoy, la Unión Europea mantiene una discusión sumamente viva sobre los alcances comunitarios del estatuto federal. El federalismo en Europa, ¿significa la amenaza de un Estado fuerte que rebaje a los estados-nación tradicionales? ¿O, más bien, significa, por el contrario, la retención de máxima autonomía por parte de los estados?

En México, el tema ha recobrado ímpetu a partir de la novedosa situación política que vive el país. El debate entre centralistas y federalistas data de los albores de nuestra independencia y nadie lo encarna más claramente que Miguel Ramos Arizpe, diputado a las Cortes de Cádiz de 1812, donde se significó por su apoyo a la causa independentista de las colonias de España en América. De regreso a México, Ramos Arizpe es nombrado Presidente de la Comisión de Constitución del Congreso de 1823, donde se define como fervoroso federalista en contra de la descentralización administrativa virreinal.

Desde entonces, el federalismo ha sido la norma y el centralismo la excepción en México. Regímenes formalmente centralistas sólo lo han sido los gobiernos conservadores entre 1835 y 1846. A partir de la Constitución de 1857, ha imperado el régimen federalista, reiterado por la Carta Magna revolucionaria de 1917. Es clave el Artículo 124 de la misma cuando establece: "Las facultades que no están expresamente concedidas por esta Constitución a los funcionarios federales se entienden reservadas a los Estados".

De hecho, como todos sabemos, el poder del Presidencialismo mexicano ha monopolizado y extendido dichas facultades, hasta convertir al Ejecutivo federal en distribuidor de facto de los recursos fiscales, al grado de que están en sus manos el 95% de los recursos recibidos por el Estado y que, de cada peso fiscal, ochenta centavos los toma la Federación, sólo dieciséis centavos las entidades federativas y apenas cuatro centavos los municipios. Si a esto añadimos la bajísima recaudación fiscal del Estado mexicano (apenas el 12% del producto interno bruto, comparado con el 37% en Brasil) los propios poderes y metapoderes del Estado nacional y del Poder Ejecutivo se subsumen en un profundo desequilibrio entre las finanzas federales, estatales y municipales.

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