Crecer a golpes

AutorDiego Fonseca

Cuando pasó, mi padre contaba dinero ajeno.

El mediodía del 11 de septiembre de 1973 -el primer doloroso 11 de septiembre de nuestra era-, tres aviones de la Fuerza Aérea chilena bombardean y ametrallan el palacio presidencial de La Moneda, donde Salvador Allende se resiste a renunciar a la presidencia. Las bombas revientan el acceso norte y los techos, hacen saltar en mil pedazos los suelos de los patios, un piso del sur, la fachada del neoclásico italiano. El edificio se abre como una fruta podrida y queda envuelto por columnas de humo empetrolado de fuego que salen por las ventanas rotas y el cielorraso caído. Cuando un grupo de soldados toma el primer piso, Allende ordena a sus seguidores que se rindan, da vuelta el cañón de su AK-47 y se mata. Una ráfaga corta bajo la barbilla acabó con el primer presidente socialista electo de América Latina. Al caer el sol, Augusto José Ramón Pinochet Ugarte y los otros líderes de la Junta Militar detrás del golpe se abrazaron con enjundia en una sala de la Escuela Militar. Tres horas antes Chile había quedado bajo un toque de queda que duraría cinco años.

Por la mañana, mi padre era jefe de cuentas en la sucursal del Banco de la Nación Argentina de Las Varillas, una ciudad de casas bajas y siestas largas en la pampa láctea de Córdoba, en el ombligo de Argentina. Un par de amigos fueron al banco a avisarle de la suerte del gobierno de Allende y él, de inmediato, pidió a mamá que le llevase la radio portátil. El edificio del Banco Nación tenía una nave principal con techos de catedral, mármoles y muy pocos muebles, y tanta grandeza y despojamiento -asuntos muy poco bancarios- favorecían el eco, así que papá se acurrucó en su pequeña oficina y el bullicio del cierre de operaciones cubrió la estática de la transmisión.

Unas horas después, acordaron con sus amigos repudiar el golpe con una marcha alrededor de la plaza central de aquel pueblo de doce mil almas y superpoblación de rumiantes. También llamarían a Buenos Aires para pedir instrucciones a sus jefes políticos en el Partido Intransigente, una organización de centroizquierda que sería vibrante y simpática hasta deshojarse a fines de los ochenta. Mientras esperaban respuesta, intercambiaron opiniones con sus amigos del Partido Comunista local, un grupo liderado por un farmacéutico, un futbolista habilidoso, un auxiliar de imprenta de linotipo y dos mecánicos que solían reunirse en un taller de autos. Una pesada sensación de angustia se había apoderado de todos.

Mi padre terminó su turno en el Banco Nación y, por la tarde, fue al instituto secundario donde enseñaba contabilidad. Sus estudiantes de cuarto y quinto año tenían los sueños vírgenes y las hormonas levantiscas así que hicieron un círculo en el centro del aula y él los animó a debatir. Esa...

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