Descansa en la palabra la metáfora del mundo

AutorCarlos Fuentes

Majestades, señor Presidente, señoras y señores:

Mírenlos. Están aquí. Siempre estuvieron aquí. Llegaron antes que nadie. Nadie les pidió pasaportes, visas, tarjetas verdes, señas de identidad. No había guardias fronterizas en los Estrechos de Bering cuando los primeros hombres, mujeres y niños cruzaron desde Siberia a Alaska hace quince, once y cuatro mil años.

No había nadie aquí. Todos llegamos de otra parte. Y nadie llegó con las manos vacías. Las primeras migraciones de Asia a América trajeron la caza, la pesca, el fuego, la fabricación del adobe, la formación de las familias, la semilla del maíz, la fundación de los pueblos, las canciones y los bailes al ritmo de la luna y del sol, para que la tierra no se detuviese nunca.

Óiganlos. Los indios fueron los primeros poetas, cantaban con las palmas de las manos para enumerar las metáforas del mundo.

Todo ello elevado al gran canto poético de la brevedad de la vida.

No hemos venido a vivir.

Hemos venido a morir

Hemos venido a soñar

Pero anclado en la eternidad de la palabra:

Pero yo soy un poeta

Y al cabo comprendí:

Escucho una canción, miro una flor,

¡Ay, que ellas jamás perezcan!

La palabra como principio del mundo. Pues como atestigua el Popol Vuh. "La palabra dio origen al mundo".

Nos instalamos en el mundo, nos recuerda Emilio Lledó. Pero el mundo también se instala en nosotros. La lengua es nuestra manera de modificar al mundo a fin de ser personas, y nunca cosas, sujetos y no sólo objetos del mundo. La lengua nos permite ocupar un lugar en la comunidad y transmitir los resultados de nuestra experiencia.

Nadie, tampoco, les pidió visas o tarjetas verdes a los descubridores, exploradores y conquistadores que llegaron a las costas de Cuba y Borinquen, Venezuela, la pequeña Venecia, y la Villa Rica de la Veracruz empujados por el gran huracán de una historia indómita, en barcos cargados, a su vez, de palabras, de pasado, de memoria.

La América indígena se contagió del inmenso legado hispánico. Las costas del Caribe y del Golfo de México recibieron una marea que venía de muy lejos, del Bósforo, de las hermanadas tierras semitas de Israel y Palestina, de la palabra griega que nos enseñó a dialogar, de la letra romana que nos enseñó a legislar y, al cabo de la más multicultural de las tierras de Europa, España celta e ibera, fenicia, griega, romana, judía, árabe y cristiana.

Hoy que se propone la falaz teoría del choque de civilizaciones seguida del peligro hispánico para la integridad blanca, protestante y angloparlante de los Estados Unidos de América, conviene disipar dos mitos.

El primero, que Norteamérica no es una región monolingüe o monocultural, sino un verdadero tejido de razas y lenguas: esquimo-aleutiana y na-dené en los orígenes, en seguida español de San Agustín en la Florida a San Francisco en California, francesa de Nuevo Orleans en la Luisiana a De-trúa (hoy Detroit) de los Illinois y luego, en sucesivas olas migratorias, alemán e italiano, polaco y ruso y en irónico reverso, el español sefaradí junto con el yiddish y, en la frontera del otro mar descubierto por Balboa, la migración de lengua japonesa, coreana, china y vietnamita: avenidas enteras de Los Ángeles anuncian su comercio y su trabajo en lenguas asiáticas, convirtiendo a otra ciudad hispánica -Nuestra Señora de los Ángeles de Porciúncula- en el Bizancio lingüístico y cultural del Océano Pacífico. Pues también los puritanos ingleses llegaron a las costas de Massachusetts en 1621 sin pasaportes o permisos de trabajo. También ellos llegaron de otra parte.

El contagio, asimilación y consiguiente vivificación de las lenguas del mundo es inevitable y es parte inexorable del proceso de globalización. Que la lengua española ocupe el segundo lugar entre las de Occidente, da crédito no de una amenaza, sino de una oportunidad. No de una maldición, sino de una bendición: el español ofrece al mundo globalizado el espejo...

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