Megalópolis del desierto

AutorJulián Varsavsky

Lo primero que se revela en la fila de migraciones, al aterrizar en el aeropuerto de Doha, es que Qatar es como un gran tablero de ajedrez: una mitad de las personas viste de blanco, la otra de negro. De blanco, más fresquitos, van los hombres -con larga túnica y kufiyya cuadrillé al estilo Arafat- y de negro las mujeres, con velo parcial y a veces total. Y en Qatar hace muuuuucho calor.

Todo el mundo sabe que en la sala de migraciones de un aeropuerto se prohibe tomar fotos, pero la tentación de capturar este mundo tan extraño que veía por primera vez pudo más.

Miré para todos lados, no vi policías y tiré la primera foto. Luego otra y otra, hasta que me engolosiné. En menos de cinco minutos tres hombres de blanco me tenían rodeado, exigiéndome en perfecto inglés que les diera la cámara para borrar las fotos.

Era obvio: si todos los hombres visten de blanco, los policías por qué no. ¡La sala estaba llena de policías! Pero sin ninguna identificación, al menos para mis brutos ojos occidentales. Una por una me borraron las fotos.

Por la ventanilla del taxi rumbo al hotel vi pasar a la primera mujer con velo completo, por supuesto, toda de negro. Una cosa es ver una imagen y otra muy distinta es cruzarse por primera vez con una de carne y hueso que pasa como un fantasma.

La visión desconcierta porque es imposible reconocer de cierto ni un solo rasgo de sus atributos. ¿Será joven o vieja? ¿Cuál es el color de su piel? ¿Es bella? ¿Será de amplias curvas? Podría ser mi propia madre y no la reconocería.

La arquitectura, curiosamente, se parece mucho a la de nuestro lado del mundo. Doha, la capital, es el prototipo de ciudad posmoderna levantada en el desierto, donde de un día para el otro brota sobre la arena regada con petrodólares un conjunto de rascacielos junto a la costa de una bahía.

Desde el cielo, la mirada cenital la revela como una suntuosa megalópolis islámica en plena nada, una ciudad-oasis de puro asfalto y concreto. A la distancia, los edificios se ven como un haz de tubos de órgano gigantes, inexplicablemente construidos sobre una planicie dorada junto al mar, como si el genio de la lámpara hubiese creado esos fulgurantes colosos de vidrio y acero con un simple gesto de la mano.

Pero alrededor, hasta donde alcanza la mirada, no hay más que desierto, dunas infinitas que pugnan por volver y recuperar con sus arenas ardientes el terreno arrebatado por el hombre.

El aliento de la ciudad

Al poner un pie fuera del taxi tuve mi primer contacto directo con el ambiente de Qatar: un aire caliente y espeso me dio de lleno en la cara sin piedad. Fue el primer paso en la nueva dimensión en la que me iba a mover: la de un candente desierto urbanizado.

A las dos de la tarde ya no tuve más ganas de descansar en el cuarto del hotel y salí a la calle con shorts, sandalias y una camiseta sin mangas, como se viste la gente normalmente cuando hace mucho calor.

Pero un aliento del infierno, vaporoso, me echó hacia atrás ni bien se abrieron las puertas automáticas del hotel.

Le pregunté a la recepcionista la temperatura y me dijo, con total naturalidad, que el termómetro marcaba 51 grados. Y me consoló con el dato de que el día anterior habían sido 52, aclarando que yo había elegido venir en la semana más caliente del año.

"Y su indumentaria no es la correcta", se atrevió a hacer notar la señorita en su inglés con acento indio. "Fíjese usted que los beduinos cuando salen en caravana de camellos se cubren la totalidad del cuerpo... y usted está ahora en el desierto".

Le hice caso y me puse jeans, una camisa de manga larga y una gorra con un pañuelo para cubrirme las orejas y el cuello.

Doha estaba desierta, ya que entre las 13 y las 18 horas el sopor sume a la ciudad en una larga siesta que pocos se atreven a desafiar. Pero para esta gente el calor es normal, lo natural.

Como para aquellos tres hombres que trabajaban en una fabriquita de pan armada en un cuarto de 4x4 metros abierto a la vereda, clavando hogazas crudas en la punta de una barra para colocarlas en un...

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