Entrevista / Vicente Leñero / A medio juego

AutorSilvia Cherem S.

Impaciente y terco, inseguro y crítico arrollador de sí mismo, Vicente Leñero (Guadalajara, 1933) ha construido su obra con el sello de la tenacidad. Más de una vez ha estado a punto de cejar. Tras publicar La vida que se va (1999), dijo que abandonaría la literatura, como ya antes lo había hecho con el periodismo. Pero próximamente presentará Sentimiento de culpa (Random House Mondadori), una antología de cuentos en su mayoría autobiográficos.

Sabedor que la vida no es más que una serie de posibilidades, Leñero reconoce que la de él hubiera podido ser otra si se hubiera casado con otra mujer, hubiera seguido atado a organizaciones clericales, abrazado a otra profesión, o doblegado a los designios familiares.

A los peones de su tablero, empecinados en que fuera ingeniero, los aniquiló desde finales de los 50, cuando envalentonado por Estela, su mujer, aceptó subyugarse a su verdadera vocación: ser escritor.

Un jaque circunstancial, el golpe de Luis Echeverría a Excélsior, impuso que se aferrara al periodismo cuando soñaba ya, en los 70, con aventurarse a escribir ficción. Cómodo en las infanterías y obligado por lealtad a Julio Scherer, Leñero fue subdirector de Proceso desde su creación en 1976, y durante dos décadas en las que se empeñó en buscar la verdad, aquella que a la postre nutriría su aletargada ficción.

Su vocación como dramaturgo llegó cuando en 1967 investigaba el reformismo en la Iglesia que promovía Lemercier. Escribió Pueblo rechazado y logró tal penetración, que su público y sus actores le exigieron que siguiera escribiendo teatro.

"Viví muy desesperado por desarrollarme como escritor, por abrirme camino en el teatro y en la literatura. Nunca me sentí realizado. Mis novelas las sentía incompletas y las obras de teatro se convertían en una incesante lucha con los directores. Lo único que se me dio más o menos fácil fue el cine, que encontré por casualidad", señala.

No obstante su prolífica carrera en todos los géneros -10 novelas, 3 colecciones de cuentos, 5 libros varios con guiones, reportajes y memorias; 11 piezas de teatro, y el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral (1963), el Xavier Villaurrutia (2001) y el Nacional de Ciencias y Artes (2001)-, Leñero se ha sentido un escritor de ligas menores, desdeñado por el gremio.

"Mis libros pasaban inadvertidos, quizá porque el medio cultural y literario veía como un contrasentido que fuera escritor y abiertamente católico", reflexiona.

Por ello, a sus 72 años, ha amenazado con claudicar al "tormento de la escritura". Quisiera escribir sólo uno que otro guión cinematográfico; releer libros; compartir con su séquito de mujeres: cuatro hijas y cinco nietas; jugar ajedrez, solo o acompañado; viajar a Cuernavaca los fines de semana y disfrutar la compañía de Estela, la reina de su tablero.

Su obsesión por desprenderse de yugos o excesos del pasado es tal, que a quien lo visita en su casa de San Pedro de los Pinos, le ofrece el libro que elija de su biblioteca, sin importar que se trate de primeras ediciones o de libros dedicados.

Sobre su escritorio destaca como reliquia su máquina de escribir amarilla Brother, donde aún teclea sus textos. Ahí mismo está un ajedrez a medio juego, siempre a medio juego, el mismo en el que Leñero continuará fraguando estrategias en cuanto me marche...

Un gigante con un poder hipnótico

- Eres chilango de San Pedro de los Pinos y, sin embargo, tu biografía insiste en que eres tapatío.

Nací en Guadalajara por accidente. A mi padre le iba muy mal en los negocios, y emigró con la ilusión de ser socio de una compañía de mudanzas. No prosperó y, ya en México, puso una fábrica de refrescos caseros; fue restaurantero, comerciante, hotelero y hasta constructor.

Compró un terreno en San Pedro de los Pinos y comenzó a construir con una visión pueblerina. Hizo una casa que logró vender y así siguió comprando terrenos en la misma manzana.

Entre hipotecas y estrechez, se pasó gran parte de su vida construyendo, viviendo y vendiendo casas en San Pedro de los Pinos. Aunque eran un horror, así se hizo de un patrimonio. A cada uno de los seis hijos nos heredó una casa. Esta fue la que le hizo a mi abuela.

- Dices que tu familia vivió penurias económicas, pero estudiaste en el Colegio Cristóbal Colón, que era para niños de familias acomodadas.

Inscribirnos ahí coincidía más con las aspiraciones de mi padre que con su realidad. Aspiraba a que tuviéramos una educación de primer mundo.

- Quizá estudiaste ingeniería para complacerlo.

Fue un gigante con un poder hipnótico sobre mí. No sabía qué estudiar. Me gustaba escribir, pero consideré que estudiar Letras era condenarme a ser un teórico de la literatura. Además, era provocar la burla, no ser nada, morirme de hambre. Por eso, y por las matemáticas, ingresé a Ingeniería.

Si soy justo, mi papá determinó mi gusto por la ingeniería y mi afición por las letras. Cuando éramos niños, nos compraba carros de tierra para que "construyéramos" carreteras y colonias en las montañas de tierra lama de los terrenos que iba adquiriendo; pero también empecé a escribir porque quería que se sintiera orgulloso de mis textos, como de los de mi hermano Armando.

- Percibo su sombra en tus obras literarias, sobre todo en Los albañiles.

Ese libro es muy autobiográfico. El ingeniero era un poco mi padre: fuerte, contradictorio, intenso. Yo siempre dije que me identificaba con Jacinto, el maestro de obras, que es el más cabrón, pero, si soy sincero, me identificaba con el hijo del ingeniero, apodado El Nene, torpe para la ingeniería.

- Háblame de tu madre, casi nunca la mencionas.

No existió mucho en mi vida, aunque le heredé el temperamento callado e introvertido. Se sentía tan insignificante, que dejó nuestra educación en manos de mi hermana mayor y de la nana Victoria. Mi padre y ella eran muy diferentes. Ella, religiosa y clerical; él, guadalupano de corazón, pero más bien liberal. La visión familiar era estrecha, de puertas cerradas. Vivíamos de la calle para adentro.

Clericales hasta el tuétano

- Pareciera que tuvieran miedo de algo...

Quizá de romper el núcleo familiar. La escuela era también una prolongación de la familia. Nos educaron con los lasallistas, que nos inocularon la religión hasta el tuétano. El discurso era represivo y demoledor. Me hicieron creer que el mundo estaba lleno de maldad.

Afortunadamente el vicio familiar fue la literatura y así respiramos otros aires.

- ¿En esa época de encierro, nace la vocación teatral de la que hablas en Vivir del teatro?

Sí, mis hermanos y yo comprábamos títeres en el mercado Miraflores y en nuestro teatro, que llamamos La Mariposa, dábamos funciones, aunque nuestra única espectadora fuera Esperanza, mi hermana menor. Al terminar la función, escribíamos a máquina el periódico Mariposa, en el que dábamos cuenta del éxito de las obras, de las puestas en preparación y de los chismes de nuestros títeres actores.

Cuando mi hermano Armando entró a la adolescencia, dio al traste con nuestra empresa de titiriteros y cronistas. El era el alma de las escenificaciones. Organizamos entonces un equipo de primos para jugar beisbol en Taxqueña, y ése fue nuestro respiro.

- ¿Viviste rebeldía o diabluras de adolescente?

No, sólo iba al teatro o al cine, de la mano de mi padre. Era tan santurrón y miedoso, producto de las culpas y castigos que mamé, que el primer amor de mi vida fue una chica a la que durante dos años vi en el tranvía sin jamás atreverme a hablarle.

- ¿Fue Estela tu primera novia?

Sí, nos conocimos en la Acción Católica, cuando estaba terminando ingeniería. Las chicas de ahí eran en su mayoría muy feítas, pero un día llegó ella, que era muy guapa, a vendernos unos boletos de una rifa. Le...

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