Escalera al cielo / ¿Nada que temer?

AutorChristopher Domínguez Michael

Tras muchos años de leerlo, desde El loro de Flaubert (1984), he de admitir que Julian Barnes nunca ha acabado de convencerme, al menos, como novelista. Quizá sea demasiado inteligente para escribir novelas, es decir, todo en él es cálculo, es plan, es literatura tal cual la conciben peyorativamente los filisteos. Quizá nunca me ha parecido que tenga mayor necesidad emocional de narrar una historia. Lo mejor de él es el ensayista a duras penas capturado en su alma platónica de novelista. Novelísticamente, releído, El loro de Flaubert no vale gran cosa y sí es en cambio una efectiva y entusiasta vulgarización (lo digo sin asomo de denuesto) de la eremítica figura de Flaubert, a cuya metódica tortura dedicó sus últimos años Jean-Paul Sartre: El idiota de la familia (1972), el peculiar contrahomenaje del filósofo, había aparecido apenas la década anterior.

Ha levantado Barnes la bandera del francófilo en Gran Bretaña y en ese dominio ha sido ejemplar (véanse los cuentos de Al otro lado del canal o Something to Declare, 2002), no sólo ante Flaubert, sino ante la enfermedad terminal de Alphonse Daudet y, ahora, con Nada que temer, frente a Jules Renard, el diarista francés cuyo centenario se celebra en 2010. Siempre es bueno leer y releer a los franceses sin perder de vista la severa opinión que tienen de ellos al otro lado del canal. Aun cuando los admiren tanto, como Barnes.

Nada que temer (Anagrama, 2010) no es una novela sino un fragmento de memorias sobre la muerte, sobre el miedo a la muerte, en el cual Barnes habla de sus padres, de cómo murieron, de cómo los quiso y de lo mucho que le exasperaban, y cómo habiendo muerto ambos de mala muerte, es decir, muy enfermos y corroídos por enfermedades degradantes, quizá le dejaron una lección. Esa lección, a cuyo examen y apología dedica Barnes todo el libro, tranquiliza a un narrador que se presenta como alguien empavorizado ante la muerte, parte de un prestigioso club al que perteneció, por ejemplo, Serguei Rachmaninov. El músico ruso aborrecía de la muerte al grado de salirse corriendo del cine -dice Barnes- ante una escena fúnebre. Tal parece que Rachmaninov encontró pasajero alivio a su dolencia comiendo pistaches; Barnes, según confiesa, mirando cómo no se caían los aviones, durante una larga demora, en el aeropuerto de Atenas.

Habla Julian Barnes, a lo largo de Nada que temer, de todo lo que un lector enterado espera encontrar en un "ensayo narrativo" como éste: de Montaigne y del estoico...

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