A la mesa y a la cama...

AutorRubén Hernández

A pesar de que no está comprobado decididamente el poder de los afrodisiacos, diversas culturas han ponderado sus supuestas virtudes. La cebolla, por ejemplo, ha sido reconocida como uno de los máximos estimulantes amatorios.

En Egipto incluso se prohibía su consumo a los sacerdotes. Fue muy popular entre griegos y romanos, y autores como Ovidio alaban sus méritos. Sólo Marcial la menospreciaba, calificándola como un recurso seguro "para alejar al marido".

Sin embargo fueron los árabes quienes más la estimaron. Una receta recomienda a los hombres comer durante tres días cebolla frita en aceite de oliva con yemas de huevo y condimentos. No obstante aconseja prudencia, ya que después del tercer día se tendrá una virilidad inagotable...

Una leyenda cuenta que el jeque Al-Nefzawi se alimentó de carne con cebollas y jugo de cebollas mezcladas con miel. Gracias a esto mantuvo un mes de actividad continua en su harén.

Otro vegetal célebre fue el apio. En el siglo 17, el Libro de Cocina del Boudoir dedica páginas a sus cualidades a través de platillos como la crema de apio, apio guisado con pescado y mantequilla, y tortilla de huevo con apio, flameada en ron.

Igualmente poderosa, decían, es la zanahoria cruda, al punto que Galeno, padre de la medicina, recomendaba cocerla dos veces si no se quería sentir sus efectos.

Una de las primeras menciones de los afrodisiacos está en papiros egipcios del 2200 y el 1700 a.C. También La Biblia hace referencia. En el Génesis habla de la enigmática mandrágora, vegetal con raíz de forma fálica cuyo origen, se dijo en la Edad Media, eran los líquidos emanados por los ahorcados.

Precisamente el Medioevo fue rico en mitos y costumbres. Su misma comida, muy condimentada, era bastante propiciatoria. La mostaza blanca era el afrodisiaco por excelencia.

Sin embargo había más recursos. Para asegurar la potencia se recomendaba comer un pescado que poco antes de morir hubiera estado en contacto con el cuerpo femenino. Además, para asegurar la virilidad y fidelidad de un hombre, la dama debía darle un pan cuya masa ella hubiera amasado con su cuerpo.

Por otro lado, si la mujer no deseaba quedar encinta se desnudaba, se embadurnaba de miel y se revolcaba en el trigo. Luego recogía los granos que se habían pegado a su cuerpo y los molía manualmente al contrario de la forma acostumbrada, es decir, de izquierda a derecha. Con la harina se preparaba un pan que debía comer su pareja.

Un mundo de provocaciones

Al hablar sobre su...

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