Noche

AutorAlice Munro

En mi juventud parecía no haber nunca un parto, o un apéndice reventado, o cualquier otro incidente drástico de salud que no ocurriera mientras arreciaba una tormenta de nieve. Las carreteras estarían cortadas, así que de todos modos no se podría pensar en sacar un coche, y habría que enganchar varios caballos para llegar al pueblo e ir al hospital. Por suerte aún había caballos: en circunstancias normales la gente se habría deshecho de ellos, pero con la guerra y el racionamiento de combustible las cosas habían cambiado, al menos por el momento.

Por eso cuando me empezó el dolor en el costado tenían que ser las once de la noche, y soplaba una ventisca y, como en ese momento en nuestro establo no había caballos, tuvimos que pedir el tiro de los vecinos para llevarme al hospital. Un trayecto de apenas una milla y media, pero aun así una aventura. El médico estaba esperando, y nadie se sorprendió cuando se preparó para extirparme el apéndice.

¿Se extirpaban más apéndices entonces? Sé que todavía se hace, y que es necesario, incluso sé de alguien que murió por no intervenirlo a tiempo, pero en mi memoria ha quedado como una especie de rito al que pocas personas de mi edad debían someterse, o por lo menos no muchas, y no todas tan de improviso, o quizá sin tanta pena, porque significaba unas vacaciones de la escuela y daba cierta categoría: haber sido tocado por el ala de la mortalidad distinguía, aun fugazmente, del resto, en una época de la vida en que tal cosa podía llegar a ser grata.

Así que, ya sin apéndice, pasé varios días viendo por la ventana del hospital la nieve cernirse lóbregamente a través de unos árboles de hoja perenne. No creo que se me pasara por la cabeza pensar cómo iba a pagar mi padre esta distinción. (Creo que tuvo que desprenderse de una parcela de bosque que había conservado al vender la granja de su padre. Quizá esperaba utilizarla para poner trampas, o elaborar jarabe de arce. O quizá sentía una nostalgia innombrable).

Luego volví a la escuela, y disfruté de que me dispensaran de educación física más tiempo del necesario, y un sábado por la mañana que mi madre y yo estábamos solas en la cocina, me contó que en el hospital me habían extirpado el apéndice, tal y como yo pensaba, pero no fue lo único que me quitaron. Al médico le había parecido conveniente extirparlo, ya que estaba metido en faena, pero lo que más le preocupó fue un tumor. Un tumor, dijo mi madre, del tamaño de un huevo de pava.

Pero no te preocupes...

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