La palabra y la democracia

AutorJavier Darío Restrepo

Como si se tratara de un frente frío de ésos que alteran el clima, destruyen los sembrados, elevan el nivel de los ríos hasta niveles de catástrofe y ponen a poblaciones enteras en estado de alerta, la crisis de los partidos, de los congresos y de la clase política recorre el continente y desata toda suerte de expectativas. Incertidumbres en Argentina en medio de la crisis en que la población está pagando los platos rotos por una clase política que no respondió; una recatada esperanza en Brasil tras una arriesgada apuesta al margen de la tradicional lógica de sus partidos, pesimismo en Venezuela en donde partidos y políticos, más que solución, son agravantes del conflicto; escepticismo total en Colombia en donde los partidos, con banderas descoloridas y desgarradas como las de ejércitos en derrota, han perdido su fuerza; desconcierto en Ecuador en donde aún no se asimila la victoria indígena contra unos debilitados partidos tradicionales; vientos de borrasca en Bolivia, calma chicha en Perú, resignación en Paraguay, temor en Uruguay y respiración agitada de convaleciente en Chile. Una reciente encuesta de CIMA arrojó porcentajes contundentes: los últimos lugares en credibilidad institucional son para los congresos y los partidos políticos. En Brasil, Venezuela, México, Chile, Perú, Argentina, Colombia, Guatemala, Bolivia y Ecuador la desconfianza hacia los partidos fluctúa entre el 75 y el 90 por ciento; y en relación con los congresos es del 70 al 90 por ciento.1 Son hechos que le dan la salud de la democracia a fines del siglo XX, que la democracia que concibieron los revolucionarios liberales del siglo XVIII y que se difundieron en los siglos XIX y XX "se han convertido en un cascarón vacío". Y agrega: "las nuevas condiciones institucionales, culturales y tecnológicas del ejercicio democrático, han vuelto obsoleto el sistema de partidos existente y el régimen actual de política competitiva".2

Los análisis políticos en el continente revelan un perverso entramado de causas que a manera de red, aprisionan a políticos y a partidos y, de paso, limitan la democracia. Los analistas señalan el liderazgo personalizado del sistema de partidos que sólo los deja respirar por la boca de sus líderes; la manipulación tecnológica a que están sometidos, especialmente en sus indispensables relaciones con los medios que acaban imponiéndole su ley a los candidatos, líderes y partidos. Esa dependencia tecnológica es la principal responsable de las financiaciones ilegales a que suelen acudir para satisfacer las exigencias económicas de los medios; y a ellas se agregan los escándalos políticos de corrupción conocidos y voceados en todo el continente en cabeza de los líderes políticos. Manuel Castells suma estos elementos y obtiene un preocupante total: "el sistema de partidos ha perdido su atractivo y su fiabilidad y, a todos los fines prácticos, es un resto burocrático, privado de la confianza pública".3

Ese es el escenario en que se mueven periodistas y medios de comunicación, no como terceros en discordia, ni como testigos fríos de un desastre, sino como participantes activos en este azaroso destino colectivo, pero percibidos como un motivo de esperanza, algo así como la lancha salvavidas que aún flota después del naufragio. Es lo que puedo leer en la misma encuesta antes mencionada. La confianza en la prensa fluctúa entre el 45 y el 65 por ciento por sobre los niveles de desconfianza, en Bolivia, Ecuador, Brasil, Venezuela, Panamá y Perú; es mayor la desconfianza que la confianza en Colombia, Argentina, México, Chile y Guatemala; pero en estos países la reducida confianza en la prensa es, con todo, superior a la que aún les resta a los congresos y a los partidos.4

Esta comprobación, lejos de estimular algún envanecimiento o sobreestimación profesional, representa un formidable reto que asume toda su abrumadora proporción cuando se piensa que en muchos países de nuestro continente la prensa ha llegado a ser la institución en la que se cree después del derrumbe, una tras otra, de las instituciones públicas. La respuesta de la prensa tiene que ser, por tanto, del tamaño de la esperanza que aún se tiene en ella y, por supuesto, superior a las amenazas que acorralan a la democracia en el continente.

El secreto

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