Retórica de la inmortalidad

AutorEulalio Ferrer

Independiente del sentido religioso que trasciende la aventura terrenal -y que susurra para consuelo de los creyentes que la muerte no existe-, lo cierto es que el hombre ha temido a la muerte y que desde el pasado milenario ha vivido, en un grado diverso, con la idea de dejar huella de su existir, de ser memoria en los demás, ganando el elogio ajeno y cultivando el propio. Esa búsqueda autoglorificadora de la inmortalidad, razón de estímulo o consuelo, de herencia vana o amorosa.

Las primeras necrópolis demuestran que la mayoría de las culturas, en lugar de abandonar a los muertos en plena intemperie y a merced de los animales depredadores, prefirieron enterrarlos bajo un túmulo de piedras o bien, en las lóbregas fauces de las cuevas tapiadas, convencidas de que detrás de las piedras continuaba viviendo el ánima o espíritu. De esta manera, al incorporar ciertas formas de tratamiento del difunto, rodeándolo de determinados ritos simbólicos, la muerte implicó la realización de funerales, convirtiéndola en un momento de intensa participación colectiva, y a la pompa fúnebre en un acto de cultura. No obstante, la verdadera revolución en las representaciones sociales de la muerte sucedió en el momento en que las ceremonias de difuntos incorporaron las modalidades de la comunicación oral, y, posteriormente, el lenguaje escrito. El ingenio humano no tardó en idear frases contundentes para ser grabadas sobre las lápidas sepulcrales y en honor del que yacía bajo tierra, con las que pretendió alcanzar una forma legítima de inmortalidad: la de permanecer en la memoria de los vivos, teniendo como única arma de defensa a las palabras. Es entonces cuando se inauguró, de hecho, lo que bien podríamos identificar como retórica de la inmortalidad.

La retórica de la inmortalidad se revela, y exhibe, a través de ciertas argucias retóricas, a las cuales han recurrido hombres y mujeres de todos los tiempos para sobreponerse ante el fatalismo de lo inevitable y dejar huella de su existir. Cicerón, lúcido como ninguno, solía decir que la verdadera vida de los muertos está en la memoria de los vivos. Son muchos los seres humanos que, dependiendo de su hora histórica, cultura y merecimientos, han buscado los medios perdurables de expresión para escribir sobre sí mismos o para que, tras su muerte, otros lo hagan por ellos. En el sepulcro de Alejandro Magno, Ptolomeo IV mandó escribir la frase: Baste esta tumba para quien no bastaba el orbe. En tanto que el emperador persa Ciro II dispuso que su majestuoso túmulo advirtiese: No envidies este monumento en que mis huesos reposan. Y es que las frases lapidarias no fueron suficientes; hubo que acompañarlas de un monumento arquitectónico o imponentes obras escultóricas para reafirmar la grandilocuencia de la palabras. El monumentum, no hay que olvidarlo, deriva de moneo, pensar, porque tiene por sentido invitar a la reflexión, es decir, dejar grabada una huella en la memoria de quien observa el monumento sepulcral.

Aunque para los egipcios la muerte fue un gran estímulo en el desarrollo del lenguaje, Grecia se convirtió en la cuna de los epitafios, ya que fue el país donde por primera vez se expuso públicamente un sepulcro, en cementerios con tumbas dispuestas a cielo abierto. Ahí, sobre ellas, fueron escritos los epitafios genuinos, o sea, las frases aleccionadoras, dueñas de una riqueza retórica relevante y caracterizadas por utilizar un lenguaje contundente, al estilo de: No murió, se fue. Además, la sensibilidad artística y la capacidad retórica de los helenos logró pulir el lenguaje sepulcral, convirtiendo al epitafio en un bello género literario. ¿El objetivo? Congraciarse con la muerte a través de la palabra escrita. Platón, según se cree, fue quien legisló la estética literaria de los epitafios. Opinaba que a los muertos se les debía honrar con cuartetas: Basten cuatro versos para recordar a un difunto, solía decir a sus discípulos. Los griegos consideraban que los epitafios breves eran de gente culta, en tanto que los extensos, en donde se contaban anécdotas domésticas e intrascendentes, eran propios de gente vulgar.

Para los romanos, redactar epitafios era de lo más normal y se hacía con la ayuda de los amigos y en medio de francachelas. Sus tumbas eran concebidas como anuncios ostentosos, donde resultaba triunfador aquel que lograba redactar el epitafio más impresionante o...

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