Selva Lacandona: Patrimonio amenazado

AutorAndro Aguilar

FOTOS: JUIO CANDELARIA

MARQUÉS DE COMILLAS, Chiapas.- Los aullidos de los monos saraguatos trepados en las copas de los árboles dan la bienvenida a los caminantes en un rincón de la Selva Lacandona. La gravedad de su lamento parecería corresponder a bestias monumentales escondidas en la espesa vegetación, y no a animales de medio metro de altura que buscan marcar su territorio con un sonido que alcanza hasta 2 kilómetros a la redonda.

Dos machos saraguatos intercambian aullidos desde puntos ilocalizables y adquieren un nivel de omnipresencia. Algo muy relevante para una especie en peligro de extinción.

Sobre la vereda, la temperatura ronda los 25 grados centígrados y hay una alta humedad. Los intrusos humanos, sudorosos, son un banquete para los incontables mosquitos. En un par de horas se pueden coleccionar más de 10 piquetes en una mano, sin necesariamente percatarse de ello.

Son las seis de la tarde. La hojarasca cubre casi por completo la vereda. Es un camino poco iluminado: la lucha de las plantas por captar la luz genera que sólo 5 por ciento de los rayos solares alcance a tocar el suelo.

No cesa el sonido de los miles de insectos que interactúan con plantas y animales para sobrevivir y dar vida a la selva húmeda más grande en el hemisferio norte. Si se pone atención en la tierra, a cada paso por lo menos un bicho se mueve.

Sobresale por momentos el canto rechinante de las cigarras, que en la búsqueda de una hembra para aparearse insisten una y otra vez. No tienen opción: han esperado hasta 17 años para despegarse de la raíz de un árbol donde succionaban su alimento con la intención de fecundar y, entonces, sin posibilidad de volver a comer, esperar la muerte.

La espesura vegetal obliga a esquivar ramas y agachar la cabeza para seguir avanzando.

Hay lianas delgadas que forman columpios y otras perfectamente anudadas cuyo grosor no es posible abarcar con una mano; también, hormigueros de 4 metros de diámetro; árboles que han recorrido 10 metros en 20 años para alcanzar un poco de luz solar; ranas camufladas como hojas otoñales; hongos en forma de flores; siete especies de vainilla; pitas que servirían para cinturones de charros; magueyes que, trepados en la copa de un árbol para alcanzar rayos de luz, propician el nacimiento de otros ecosistemas con ranas, salamandras y víboras a decenas de metros de altura.

Entre la amplia diversidad de plantas y animales, sobreviven las enormes ceibas pentandras. Sus 500 años de vida les han permitido a esos árboles extenderse más de 60 metros hacia arriba y ensanchar su tronco a cinco metros.

La ceiba es el árbol sagrado de los mayas, en cuya cosmovisión la copa significaba el supramundo; los contrafuertes -esos soportes que llegan a medir hasta ocho metros desde el tronco- representaban el inframundo, y el tronco, la realidad de ese pueblo indígena. Por eso no había que talarlos, si no los mayas perderían su realidad y, según sus poemas, una estrella del cielo.

Llegar a este punto, en el sur de la Reserva de la Biosfera Montes Azules (Rebima), sólo es posible a través del río Lacantún. A unos 200 metros hacia dentro.

Es sólo una estampa de un pequeño rincón de la Selva Lacandona, la fábrica de agua dulce más grande de México, que produce 30 por ciento de ese líquido para el país, y donde habitan 800 especies de mariposas diurnas, 114 especies de mamíferos, 54 especies de reptiles, 23 de anfibios y 341 de aves.

La Selva Lacandona ha sido deforestada en 70 por ciento de su superficie original en tres décadas, de 1.8 millones de hectáreas a poco menos de 500 mil. Pero sigue palpitando.

Uso de suelo

Mario Olvera es un hombre moreno de ojos claros, tan serio que cuando ríe procura hacerlo hacia adentro. Habita en el sur de la Selva Lacandona desde hace tres décadas, en el ejido Boca Chajul, municipio Marqués de Comillas. Trabaja en la estación biológica.

Llegó en los años setenta, cuando el gobierno federal lanzó la convocatoria para poblar el territorio selvático de Chiapas. Había viajado desde Guerrero con 12 años de edad, acompañado de sus padres, sus seis hermanos y la ilusión de fincar una historia en un territorio inhóspito en el que reinaban los jaguares.

La vía aérea era la única opción de acceso: con avionetas que aterrizaban en pistas abiertas entre la selva o directamente en el río. Así lo hizo la familia de Mario Olvera, junto con personas provenientes de Sinaloa, Guerrero, Oaxaca...

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