Sergio Ramírez, nada más

AutorSilvia Cherem S.

REFORMA / Enviada

MANAGUA, Nicaragua. Borrarle a Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942) su pasado sandinista y etiquetarlo sólo como escritor, como ha intentado hacerlo Fidel Castro desde que Ramírez decidió romper en definitiva con la política, implicaría mutilar la mitad de su existencia.

Premio Alfaguara 1998 por Margarita está linda la mar y autor de Sombras nada más, obra que presentará en la próxima Feria del Libro en Guadalajara, Ramírez a lo largo de su vida le robó horas al sueño para poder cumplir tanto con la literatura como con la política, dos oficios compartidos que se debatieron largamente en su interior. Sin embargo, en 1996, con una amarga decepción, se arrancó en definitiva la piel del político y, para su dicha, sin el oropel del sandinismo, sobrevivió el escritor.

Aunque nunca portó fusil ni fue guerrillero, al triunfo de la revolución en 1979, la revista Time hablaba de él como el hombre que sucedería a Somoza. Sin embargo, el liderazgo lo ejerció Daniel Ortega y Ramírez fue durante una década el segundo en el trono: de 1979 a 1989 fungió como miembro de la Junta de Reconstrucción Nacional, jefe de gobierno y vicepresidente de Nicaragua.

Con el triunfo de Violeta Chamorro en 1989 y la sorpresiva derrota electoral, el sandinismo vivió entonces su verdadera debacle. Muchos de los sandinistas que algún día añoraron equidad y justicia, renuentes a perder el poder que atesoraron, comenzaron a repartirse "la piñata": propiedades, camiones, terrenos, mansiones. Ramírez y algunos de sus seguidores, con un intachable código ético, comenzaron a denunciarlos. Como consecuencia, el aparato del poder desató todas sus fauces para atacar a Ramírez y a su familia con argumentos deleznables, y eso provocó la fractura inevitable del FSLN. Esta ruptura, que hoy reconforta a Sergio Ramírez, es la que ni Daniel Ortega, ni Fidel Castro le perdonan.

Amigo entrañable de Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, hoy Ramírez es sólo escritor. Con un quebranto económico y moral, y endeudado como quedó de la última campaña electoral presidencial en 1996, en la que contendió con un partido independiente, vendió la mansión ceremonial que había comprado al estado y en la que vivió en Managua durante sus años en el poder -la misma en la que lo visitaron desde Salman Rushdie, Günter Grass o Julio Cortázar hasta Alvaro Mutis, que se autoproclamaba públicamente el único "monárquico sandinista sobre la tierra"-, y se mudó a la modesta casa vecina, la que era de sus escoltas.

Ahí, entre bugambilias, marañones y árboles frutales, en los que se posan los güises con ojos de antifaz y las pequeñas aves que al silbar parecieran decir "dichoso fui", se llevó a cabo parte de esta desbordada entrevista que Ramírez aceptó como un homenaje en sus 60 años, misma que prosiguió en Masatepe, Poneloya y León, escenarios naturales de su vida y su literatura.

Renuente a asumir la postura de "disidente" o a aceptar su vida como una derrota anunciada, Ramírez, un corpulento hombrezote de andar torpe, cara cuadrada, cabellera profundamente negra y ojos atortugados, que tras las gafas parecieran aburridos o adormilados, y que él constantemente frota, quizá para tratar de levantar el párpado izquierdo y poder ver más con ese ojo desviado que ha sido ciego desde su nacimiento, aclara: "Yo no me hubiera perdido por nada aquella utopía compartida, fue una razón para vivir, para creer, fue una ambición de identidad, fue la culminación de una época de rebeldías en un siglo de quimeras. Sin embargo, ese pasado ya es para mí como un amor perdido, como una marea revuelta que me aturde y me estremece. Me reconforta pensar que entré a la revolución como escritor, y salí de ella con esta misma profesión. Ya serán otros los que, en el futuro, aprenderán de nuestros errores, debilidades y falsificaciones del pasado".

Masatepe: pueblo chico

Sergio, en tu caso, pareciera que el destino "jugó" contigo para arrastrarte y dejarte caer en el momento indicado, en los lugares precisos, para que finalmente trascendieras como protagonista del sandinismo. Me gustaría remontarme a tu infancia y empezar por preguntarte si fue alguno de tus familiares cercanos de quienes cuentas tantas anécdotas en Un baile de máscaras: los Ramírez, alegres e ingeniosos músicos y compositores, o los Mercado, protestantes de raigambre quien despertó en ti la vocación política.

No lo sé, porque en mi casa jamás viví la vocación revolucionaria, por el contrario, todos eran moncadistas y somocistas, y creo que si no se hubiera tratado de "cambiar al mundo", yo nunca me hubiera enfrascado en una aventura política. Mi padre, el único de los Ramírez que no fue músico, además de ser tendero fue político: alcalde liberal en 1954, durante la gestión del viejo Anastasio Somoza. Curiosamente ambas familias, como una tradición que se transmitía de generación en generación desde el siglo 19, eran fieles al partido liberal al que luego pertenecería Somoza y, durante mi infancia y adolescencia en Masatepe, yo también mantuve esta lealtad.

En Un baile de máscaras queda claro que tu padre y su alegre familia, que eran la antítesis de los Mercado, tuvieron un gran impacto en tu formación.

Ellos tenían un enorme sentido del humor. Mi padre, todas las tardes, en su tienda de abarrotes, hacía tertulia con sus hermanos, todos flacos y con porte de viejos castellanos, que llegaban a la tienda con su clarinete, violín y flauta bajo el brazo, antes de subir las gradas de la iglesia para tocar en misas o procesiones. Me apuraba a salir de la escuela para no perderme ni un chisme, ni un apodo o mofa en la rueda festiva que hacían. Eran imprudentes y desenfadados, se reían hasta de sí mismos, y convivir con ellos fue una escuela para mí. Yo era entonces un niño muy retraído, quizá por ser bizco y grandulón; y aprendí de ellos que el verdadero sentido del humor es ése, cuando uno es capaz de burlarse de sí mismo.

Provienes de un matrimonio ecuménico y me gustaría entender el peso que tuvo la religión en tu formación. Te lo pregunto, sobre todo, porque pienso que la revolución sandinista fue, en cierto modo, un laboratorio viviente para la teología de la liberación.

En mi convicción revolucionaria, la religión nunca tuvo nada que ver. La integridad como laico fue lo más importante para mí en aquellos momentos, y en cuestión de fe y de moral yo además era agnóstico, como mis padres. Durante mi infancia, fueron mis abuelos quienes insistieron en darme una formación religiosa. Mi abuela Petrona, católica a muerte, me decía que no fuera al templo evangélico que construyó mi abuela Luisa, porque ahí me iba a salar y acabaría en el infierno. A mí el rito católico me fascinaba. La Iglesia evangélica estaba desprovista de ritos y, más que cualquier discurso ético, hasta hoy, los ritos son lo que más me conmueve de la religión.

Su destino: ser sandinista

Háblame de tu partida a León, que finalmente será el parteaguas de tu vida...

Salí de Masatepe de la mano de mi padre. Tenía 16 años y él me matriculó en la Escuela de Derecho. Toda su vida trabajó para que mis cuatro hermanos y yo fuéramos a la universidad y nunca puso en discusión que sería abogado. Yo hubiera querido estudiar periodismo, pero para mi papá ésa no era profesión. Debía ser médico o abogado. Quizá fue el destino el que me llevó a la Universidad de León, en 1959.

Dices que la entrada a la universidad cambió tu vida, ¿por qué?

Yo no tenía ninguna conciencia política, eso se acumuló después. Pero llegó el 23 de julio de 1959. Ese día estaba programado "el desfile de pelones", una novatada que era como un carnaval. Por la masacre en Chaparral -en la que masacraron a guerrilleros que pretendían derrocar a Somoza- la dirigencia estudiantil dijo que ese año mejor se haría un desfile de duelo. Todos teníamos que ir con corbatas negras. Trescientos estudiantes nos concentramos en la universidad, y salimos a desfilar con la bandera de Nicaragua. Un pelotón de 30 militares de la Guardia Nacional ya nos esperaba para cerrarnos el paso. Intentamos negociar, pero la orden era infranqueable. De regreso a la universidad supimos que habían capturado a seis o siete dirigentes estudiantiles. Volvimos entonces a la calle. Por el parque de La Merced, venía un guardia que andaba franco, desarmado pero vestido de militar. Fernando Gordillo, dirigente y amigo mío, lo agarró, y entre todos lo capturaron como rehén. Era como una película muda, no teníamos conciencia de que algo muy grave estaba sucediendo. Gritábamos que mientras no soltaran a los presos, no lo liberaríamos. Llegaron corriendo tres guardias disparando al aire, a 10 metros de nosotros, para rescatarlo. Cuando mis compañeros oyeron los balazos, lo soltaron. Supimos entonces que ya habían liberado a los estudiantes y comenzamos a caminar de regreso a la universidad, con las banderas por delante. Pocos minutos después, escuché el estallido de una bomba lacrimógena. Vi correr otras latas rojas humeantes y comencé a llorar por efecto del gas. Corrí y me metí por la puerta de servicio al restaurante El Rodeo. En ese momento, comenzaron los disparos. Subí al segundo piso, donde vivían los dueños. Había ahí tres niñas aterrorizadas. En una absoluta inconsciencia, me asomé por el balcón y vi muchos soldados, unos de pie, otros de rodillas y algunos más acostados en el suelo, todos con fusiles. En la esquina había uno manejando una ametralladora de trípode. El aire se vació de sonido. Había un montón de cuerpos tendidos y la sangre corría en las cunetas. Alguien gritaba: "¡una ambulancia!, ¡una ambulancia!". En ese momento escuché la sirena de una de ellas y vi que la Guardia no las dejaba pasar. Fernando, mi amigo, envuelto en la bandera, comenzó a marchar solo, de frente, ofreciéndole su pecho al pelotón de soldados, pero éstos comenzaron a retroceder de espaldas hacia su cuartel. Esto que ahora recuerdo, pareciera un cuento. Eric Ramírez, "pelón" como yo, estaba tendido en el suelo, herido en la espalda. Le dije...

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