Tan lejos y tan cerca (II)

AutorRené Delgado

ENVIADO

PUERTO STANLEY.- La historia que angustia a los falklanders y enerva a los argentinos data desde principios del siglo XIX... y sigue viva.

Tan viva que, cuando se vuela a las Islas, no se aterriza en un aeropuerto civil sino en uno militar: Mount Pleasant. Ahí tienen base mil 300 soldados británicos -un militar por cada 2.25 habitantes- y alrededor de 700 civiles de apoyo, destacados para resguardar la integridad del territorio y la defensa de los isleños. De no ser por el camuflado de las instalaciones, el cerco con uno, dos o tres hilos de alambre-concertina con navajas de acero, los helicópteros y aviones militares, los sistemas de detección aérea y comunicación, los hombres con uniforme y la obvia prohibición de tomar fotos, filmar o grabar, la base militar más bien parecería una pequeña ciudad, distante casi 60 kilómetros de la capital, Puerto Stanley.

Tan presente es la memoria del conflicto que, a la vera del camino de Mount Pleasant a Puerto Stanley, casi al llegar a este último punto, se mira uno que otro campo sembrado... pero sembrado de minas antipersonales y antitanques. Sí, en esta casi tundra con ligeras elevaciones y un viento impresionante -útil para generar energía eólica-, grandes extensiones de terreno se encuentran delimitadas con alambre de púas del que, de tramo en tramo, pende un letrero rojo con una calavera cruzada por dos huesos y una leyenda: "Danger, mines".

Minas no detonadas, enterradas durante la guerra por el ejército argentino y que hoy retiran esforzados trabajadores de Zimbabwe sin que les castañeen los dientes. Ése es su trabajo en Bactec, una compañía especializada en "limpiar" campos bélicos.

Más todavía, si se deja esa carretera y se enfila con rumbo a Wilreless Ridge o, mejor aún, Mount Longdon, las huellas de la derrota argentina prevalecen. Entre los enormes y abundantes mechones de pasto -tussac grass- todavía es posible encontrar botas militares, tripiés de morteros, trozos deshilvanados de lona verde olivo, carcazas de las cajas de municiones, cañones de baterías antiaéreas carcomidos, trincheras semidestruidas, casquillos oxidados, cráteres abiertos por obuses o granadas y, en la parte más alta de la colina, las infaltables placas conmemorativas y ofrendas para honrar a los soldados caídos. Sobre todo, obviamente, a los británicos.

Ahí, en el escarpado risco que corona Mount Longdon, reposa la memoria de una de las últimas grandes batallas, librada un par de días antes de la rendición...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR