El abuelo mítico

AutorRaúl Santoyo Gamio

El padre de la antropología mexicana moderna y descubridor del Templo de Quetzalcóatl, Manuel Gamio, realizó trabajos pioneros en las ruinas y monumentos arqueológicos en México. En este texto, su nieto recuerda al hombre sabio en su entorno familiar

Para Raúl y Verónica, la memoria de sus ancestros

La agonía

"Raulito, toma las llaves del coche y ve a llevar a la enfermera, pero no te tardes!".

"Yo no quiero ir, abuela. Dile a uno de mis tíos que vaya. Además, no tengo licencia".

"Tome las llaves del coche y váyase, mocoso!", me dijo con su tono autoritario irrevocable.

Como si a la abuela le importara en ese momento las legalidades de la licencia.

Estaba amaneciendo. Me subí al Mercury y salí refunfuñando y a fuerzas. Tenía que dejar a la monjita-enfermera de noche y traer el relevo de día. Con el alma en vilo me fui volando por todo Insurgentes. De la Colonia Juárez tenía que llegar hasta la Colonia Florida.

"Puta madre", pensé, "no voy a alcanzar vivo al abuelo". Estaba seguro que estaría muerto para cuando yo regresara.

Por alguna razón que no me explicaba, me era vital estar presente en el último momento. Porque de que se moría y prontito no había duda. El Doctor Bulnes, de toda la vida, lo había dicho la noche anterior después de revisarlo: "No pasa la noche, Doña Margarita, estén preparados".

Y el abuelo se había pasado la noche agonizando en su cama, rodeado por su mujer, sus cinco hijos, dos yernos, dos nueras y yo, el nieto incontenible; apagándose lentamente como el cabo de una vela de iglesia, con el pabilo todavía prendido al amanecer, aunque muy apenitas.

Con poco tráfico y con las prisas de la muerte en el acelerador, regresé antes de que las campanadas de la primera llamada a misa de las 7:00 del Sagrado Corazón empezaran a sonar. Subí las escaleras de la casa corriendo y esperando contra toda esperanza que todavía estuviera vivo.

No pude creer la visión delante de mis ojos. El abuelo estaba sentado en la cama, un poco pálido y ojeroso, sopeando una concha de pan dulce en su taza de chocolate, como cualquier otra mañana en que le llevaban el desayuno a la cama.

"Abuelo, ¿cómo estás?", le dije con la sorpresa reflejada en los ojos.

"Bien, pedorro", me contestó y siguió comiendo.

El ambiente fúnebre y pesado de la noche agónica había sido reemplazado por caras alegres y los rayos incipientes de un nuevo día.

Por dónde se le había escapado el abuelo a la muerte esa noche, es algo que nunca entendí. Lo único que me quedó claro es que al abuelo le gustaba la vida.

Ésa y las siguientes noches que vinieron ahondaron en mí el enigma del abuelo.

¿Quién era este señor a quien su misma familia criticaba con frecuencia por no haber aprovechado las oportunidades de la política y el dinero, a quien el reconocimiento y los honores en su vejez parecían importarle un bledo, que disfrutaba del vino, el cigarro y la comida, del sol y el agua; que siendo un burgués era igualmente un firme creyente en la...

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