Amazonia: El Brasil más salvaje

AutorCarla Guerrero

Enviada

MANAUS, Brasil.- El boto "vermehlo" es un animal muy peculiar de la Amazonia brasileña. Los nativos consideran su avistamiento como un golpe de suerte y, por ello, lo respetan. Cuenta una leyenda que las mujeres de la región pueden enamorarse y hasta tener hijos del boto.

Como si diera maromas, este animal de piel rosada y brillante sale y se sumerge en el Río Negro. Su trompa guarda hileras de dientes y sus ojos son como canicas opacas. Los hay grises, negros y rosados, como aquellos dos que veo venir.

El boto es un cetáceo parecido al delfín. Nada con agilidad y gracia pues posee un sistema de radar que le permite orientarse en las aguas ácidas y fangosas del río, llenas de material orgánico en descomposición.

Siempre en grupo, su presencia ahuyenta a depredadores como la anaconda y el caimán. Sólo cuando un boto anda cerca, es posible sentirse seguro en los ríos amazónicos.

Existe un proyecto presidido por biólogos que busca la interacción entre el boto y el ser humano. El viajero puede nadar en una parte delimitada del río mientras lo alimenta con un filete de jaraqui, que morderá dando piruetas en el aire.

Maravillas al natural

Son las 7 de la mañana, me acompaña por la selva Jerónimo, uno de los guías del hotel Ariau Amazon Towers. Pertenece a la comunidad de los caboclos, y conoce muy bien la región y sus secretos. Hace 500 años, en Brasil había 6 millones de indígenas; ahora quedan 300 mil.

Camina seguro entre cortinas de lianas bajo los rayos de sol que logran filtrarse por el espeso follaje, mientras me imparte una cátedra de botánica y zoología. Nos rodean árboles de tronco grueso y raíces expuestas que son hábitat de insectos, aves de colorido plumaje y monos ruidosos que se balancean entre las ramas. La idea de toparme con una serpiente me hace titubear, pero Jerónimo me confía una ley de oro.

"Aquí en la selva nosotros somos los intrusos. A los animales les pertenece esto. Debemos andar con respeto. Entonces no nos molestarán".

No me imagino sola en este lugar, primero porque ya estaría perdida, y segundo porque me paralizaría de miedo al pensar que varios ojos me vigilan. En cambio, él se mueve con determinación pese a estar rodeado de una densa vegetación que desorienta a cada paso.

Luego de dos horas de camino, nos embarcamos en canoas en busca de pirañas rojas, las más peligrosas, las que saborean a mordiscos a todo animal que se acerca al río. Con una caña, lanzamos la primera carnada... y pasan los minutos.

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