Ana Bolena y Enrique VIII: Un amor sin cabeza

AutorGuadalupe Loaeza

En 1520, Enrique VIII de Inglaterra y su esposa, Catalina de Aragón, ya habían cumplido 21 años de matrimonio y, a pesar de que la reina se había embarazado seis veces, solamente había sobrevivido una niña, la princesa María Tudor. El esperado varón no llegaba, pero Catalina no perdía las esperanzas, mientras el rey continuara cumpliendo con sus deberes conyugales. Sin embargo, clandestinamente, el tema de la sucesión empezaba a tratarse en la política de la corte y el optimismo del rey empezaba a decaer. Pronto se convirtió en escepticismo. Era una realidad, no tenía y, probablemente, no iba a tener un legítimo heredero varón. ¿Quién iba entonces a sucederle al trono en caso de accidente o de muerte? Enrique VIII sentía una real preocupación por asegurar su sucesión y evitar las guerras civiles y las rebeliones de pretendientes al trono, que habían convulsionado el reino durante el siglo 15. Había intereses políticos que salvaguardar. El mismo se había casado con Catalina, la viuda de su hermano, para confirmar la alianza con España. Sólo un descendiente de su propia sangre podría sucederle. Hubo que eliminar a familiares de sangre real que reclamaban el derecho al trono de Inglaterra como pretendía hacerlo el Duque de Buckingham, ejecutado en la Torre de Londres, en 1521. Su única hija, la pequeña princesa María Tudor, "era como una valiosa moneda de oro: el regateo no afectaría su valor, siempre y cuando no se cediera". Sólo contaba con 5 años y ya estaba técnicamente comprometida con el Delfín de Francia. También, iniciaron negociaciones para casarla con su primo hermano, el joven Jaime V, Rey de Escocia. Sin embargo, Enrique se inclinaba más hacia un compromiso con el emperador Carlos V, 16 años mayor que ella. Sueños de un futuro nieto reinando sobre la mayor parte del Viejo Mundo incluyendo a Inglaterra, y de una gran extensión del Nuevo Mundo, al otro lado del mar compensaban la falta de un hijo propio. Con tal motivo, la reina empezó a preparar a su hija, según la manera de España. Y ¿quién mejor que la Reina Catalina, tía del emperador, para desempeñar esa tarea? El embajador de Inglaterra le aseguró al Papa Clemente VII que Enrique VIII, al que había honrado con el título de Defensor de la Fe, sólo le otorgaría la mano de su hija al Emperador de España, quien estaba de acuerdo. Sin embargo, Carlos V, sereno y secreto, abandonó el proyecto inglés para casarse, sin tener que esperar tanto tiempo y asegurar su descendencia, con Isabel de Portugal, de 26 años, quien tenía una buena dote y, puntualmente, presentó un heredero, el futuro Felipe II.

Este completo descaro, entristeció mucho a Catalina y enfureció a Enrique, quien dirigió su enojo, frustración y decepción contra su real esposa como para castigar, a través de ella, el traicionero comportamiento de su imperial pariente. El rey decidió entonces exaltar públicamente a su hijo ilegítimo, de 6 años, Enrique Fitzroy, otorgándole el título de Duque de Richmond. Catalina, humillada, pensó que tal vez esto significaba que el bastardo sería el sucesor al trono, pasando por encima de los derechos legítimos de su hija, María...

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