Andar y Ver / Voltaire (y Madonna) como esperanza

AutorJesús Silva-Herzog Márquez

Recibió una educación ortodoxa. Simpatizó con la revolución iraní. Soñó con ser mártir del islam y creyó que Salman Rushdie merecía la muerte por infiel. Su padre, un dirigente político somalí, arregló su matrimonio a la edad conveniente. Se casaría con un primo lejano que vivía en Canadá y le doblaba la edad. Ella trató de convencer a su padre para que cambiara de decisión pero no la escuchó. Tendría que obedecer. Su boda se celebró sin su presencia, sin que ella conociera siquiera a su marido. Viajó entonces a Canadá para conocer al hombre que tendría que servir el resto de su vida. En el aeropuerto alemán donde tenía que tomar el vuelo trasatlántico decidió huir. Tomó un tren que la dejó en un refugio holandés. Ayaan Hirsi Ali empezó entonces una vida en polémica con su prehistoria. Batalló contra la doctrina de la cuna, contra los ritos de la fe y las imágenes familiares. A riesgo de vida, circundada por el desprecio, la incomprensión y el odio, Ayaan Hirsi Ali ha decidido no escuchar la intimidación.

Las amenazas no han sido una insinuación distante, una mala cara, un insulto ocasional. Hoy se puede escuchar en las calles de Amsterdam la grabación de un grupo de rap islámico (!) que convoca a su asesinato. El asesino de Theo Van Gogh clavó un carta dirigida a ella en el cadáver del cineasta. El mecanismo de mensajería era tan contundente como la amenaza del texto. ¿Qué desata esta avidez por su sangre? Será seguramente la pasión con la que defiende la ilustración. En sus labios, la ilustración liberal deja de ser lo que a veces parece: doctrina perezosa y confortable. La defensa de la razón, la crítica, la irreverencia, encuentra en sus alegatos una refulgencia desconocida entre nosotros. Es que cuando esta mujer se refiere a la causa de la ilustración no habla de una vieja moda francesa. En esas luces, en esos valores, en esas razones encontró el sitio que su cultura le negaba: reconocimiento como persona. Ayaan Hirsi Ali relata que, cuando a su abuela le preguntaban cuántos hijos tenía, ella respondía: "Uno." En realidad, tenía nueve hijas y un hijo. Nueve nadas. El hijo existía. Ellas no. Eran apenas fábricas de niños. "Ya parirás un varoncito," escuchaba a los mayores, confortándola.

Gracias a Germán...

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