Apología de la risa

AutorYaocí Pardo

Personajes sonrientes los hay muchos. La gran mayoría siniestros, casi en su totalidad sospechosos, y, sin excepción alguna, excepcionalmente estúpidos en el mejor de los casos. ¿De qué demonios se ríe? La pregunta en sí misma es ociosa, baladí, cuando no morbosa, porque ¿a qué andarse preocupando tan específicamente por las muecas de cualquiera cuando es del común sabido que todas las variaciones de la risa se deben al escozor? ¿Habrá algo más impúdico que la comezón? Epitelial o de conciencia, ¿qué más da?, al fin y al cabo son puras y míseras cosquillas -y míseras, sobre todo, tomando en cuenta que a las cosquillas se les diagnostica clínicamente como una mera y sutil variante de dolor, de la miseria humana (aunque, claro, al hombre, el dolor y la tragedia siempre le han dado su talla metafísica).

No, lo verdaderamente notable de la pregunta son los "demonios", porque el demonio, a saber griego de origen (gr. daimón, "destino, espíritu, poder, dios"), es el gran émulo de la risa. De la egregia e irresistible risa. Carcajada, sonrisa. Y, cuidado, de las cosas del demonio no hay que desconfiar (baste recordar al condenado por desconfiado). Si la endemoniada risa se posesiona del espíritu, del aliento, del hombre no es para mal aconsejarlo ni regatearle la vida eterna; no es para nada, porque en realidad le importa muy poco lo que el hombre haga, pero a ratos, más por consecuencia que por voluntad alguna, a unos pocos, a cambio de los ojos, les develará bondadosamente el destino, el poder del genio manifiesto. ¿Qué demonios puede ser más genial que un hombre riendo?

Aristóteles, que era sabio, pagano, griego erudito, incrédulo, desconfiado y versado en los más dispares, ocultos y vulgares temas aunque no vulgar, decía que al momento de reír por vez primera, el niño se convertía en ser humano. Plinio, por contraste -y no por contrariar- romano, afirmaba que sólo un hombre en el mundo había nacido con una sonrisa en los labios: Zaratustra, el gran iluminado del mazdeísmo (y profeta de Nietzsche). En general, la muy zurda tradición filosófica ha querido considerar a la risa como un privilegio espiritual supremo del hombre, inaccesible a las demás criaturas, tanto o más que la razón y la palabra.

Por supuesto, el monomaniático monoteísmo bíblico ha tenido que diferir contundentemente de tanto paganismo en nombre del bien y la pureza de conciencia que las almas de sus fieles le merecen. La risa es obra del diablo. Su faz desfigurada, una calumnia. Gárgolas y quimeras de piedra. ¿Cuándo se ha escuchado una carcajada divina? A los hombres de libro que toman asuntos como éste y el ombligo de los ángeles con absoluta seriedad, hacer la reflexión no les parece ni trivial ni un disparate, sino, más probablemente, sin saber en absoluto qué pensar, sienten (y eso es mucho decir) una piloerección generalizada a más escandalizante: se pasman, pobrecitos, con los pelos de todo el cuerpo de punta y el pellejo fruncido. ¿Qué, si Dios se riera de sus hijos predilectos?

La antigüedad pagana que sobreviviera hasta los gloriosos y pestilentes siglos del carnaval, consideraba, en cambio, que la risa había sido la gran fuerza creadora del universo. La palabra de Dios fue la risa. Antes que nombrar la luz, estalló la risa divina y luego se hizo la luz (la luz que desde entonces, a imagen y semejanza de la risa, desfigura el rostro, pela los dientes y obliga a cerrar los ojos con lágrimas cuando se mira de frente).

Sin lugar a dudas, la risa es lúcida (también, claro, una forma lustrosa de lucimiento a razón de su tremenda lucidez). No por nada hija predilecta del "Portador de la Luz", ha tomado del muy hermoso Lucifer (por vox populi, Príncipe equívoco de la Tinieblas) su carácter lúdico e ilusorio. El juego y la ilusión, parientes...

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