Aquiles o El guerrillero y el asesino

AutorCarlos Fuentes

Hay hombres a los que recuerdas aunque nunca los hayas visto.

Estaba seguro de que yo nunca había puesto los ojos en el hombre joven que se sentó al lado derecho de mi fila de butacas en el avión. Nos separaba el pasillo.

Llamó mi atención, apenas ocupé mi lugar, la confusión inasible provocada por quienes debían permanecer más tranquilos. Noté la dificultad con que disimulaban los movimientos agitados de la manzana de Adán. Y aunque eran hombres altos, de buen perfil, de pelo bien cortado, rizado, desvanecido por un buen peluquero, olían mal, a loción barata. Sus miradas estaban vacías, desprovistas de cariño. Eran autómatas abocados a su profesión. Rodear, proteger, pero sin amor. Eran inconfundibles. Eran guardaespaldas.

Todo lo recuerdo desafocado, como en una fotografía de batalla.

Lo único nítido era la figura del hombre joven protegido por los guardaespaldas que por momentos ocultaban el perfil del hombre joven sentado al lado derecho de mi fila en el avión.

No sé por qué, recordé una frase de Alfredo de Vigny que me acompaña a lo largo de mi vida: «Ama intensamente lo que nunca volverás a ver».

A una mujer se le puede preguntar, aun al precio de hacer el ridículo, «¿Por casualidad, no nos hemos visto antes?». La relación entre hombres no soporta estas coqueterías. Hay que estar seguro. Nos conocimos en tal lugar. Fuimos juntos a la escuela. Jugamos en el mismo equipo.

A este hombre yo nunca lo había visto antes. No tenía pretexto para acercarme a él. Sin embargo, ello no disminuía mi atracción hacia una persona a la que comencé a construir desde adentro, sin más datos que su presencia física. Vigoroso aunque vulnerable, a la vez tierno y amenazante, como si su peligro máximo fuese la necesidad de proteger lo íntimo mediante una coraza de voluntad guerrera.

Así lo imaginé, ubicándolo casi en un corrido mexicano, un vallenato colombiano o, ¿por qué no?, una canción de gesta.

Noté en él, cuando subió al avión, un andar doloroso, prevenido, cauto, que convertía el 727 en parte de una naturaleza arisca, a la que él ascendía como se sube a una montaña hostil o se enfrenta a un águila vengativa.

Por otra parte, mi joven y bello desconocido transformaba el aparato, casi, en un seno materno, acogedor, en el que el hijo pródigo se protege, acurrucado, a salvo finalmente de los peligros del mundo...

¿Dónde lo había visto? Repasé mentalmente fotografías, amistades, películas, noticieros de televisión... Quizás. El problema era que cada una de...

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