Argonáutica / El negro impostor

AutorJordi Soler

En la primera mitad del siglo 18, un buque de guerra español fue atacado frente a la isla de Manhattan, en los Estados Unidos. Este barco traía como mascarón de proa a un indio iroqués, un hombre moreno tallado en madera que viste el atuendo hasta hoy característico de aquel pueblo que ocupaba todo el estado de Nueva York y ostentaba el nombre que, en un rapto mayor de empatía, le había puesto Búfalo Bill: "la gran nación iroquesa". El barco, que paradójicamente había sido blanco de la puntería de los iroqueses, regresó malherido a España y fue desguazado en los astilleros del puerto de Barcelona. Durante los meses que pasaron antes de que la nave se convirtiera en astillas, el iroqués moreno fue metamorfoseándose, quizá por el deterioro de la brea con que había sido tratado, en un iroqués francamente negro que nadie quiso y que fue arrinconado durante varios decenios hasta que el empresario Francesc Bonjoch, que husmeaba quién sabe con qué fin el armado de un barco, dio con él. Bonjoch poseía un negocio de botas y regenteaba uno de los oscuros tugurios que había debajo del muelle de la Barceloneta y que eran conocidos, básicamente por el olor que emanaba de su interior, como las pudes. El mascarón del iroqués negro que había sido moreno le gustó al empresario para que flanqueara la puerta de su tugurio. La clientela, una turba de marinos y gitanos que bebía ajenjo y consumía drogas de América y Turquía, convirtió al iroqués en negro de Guinea y, como estaba situado en la ribera del Mediterráneo, terminaron bautizándolo como el Negro de la Riba, que es rivera en catalán.

El Negro comenzó a hacerse muy famoso, la gente de toda Barcelona bajaba a la zona de las pudes con la intención de verlo y, poco a poco, se fue convirtiendo en un santón ambiguo al que la gente igual insultaba que le pedía un...

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