Entrevista/ Arturo Rivera/ A Caída Libre

AutorSilvia Cherem

Durante un mes, nuestras citas se sucedieron unas a otras. Atropellado y disperso en su hablar, estaba decidido a abrir casi todas las gavetas de su tormentoso pasado. Al principio, a hurtadillas salía del cuarto para empastillarse con Ribotryl y regresaba transformado para soportar el peso de los recuerdos. Sin embargo, ya entrado en confianza, abiertamente advertía: "Ahora sí, ya vengo preparado, traigo mota para aguantar 'tu terapia'". Entre inhalaciones constantes, con los brazos cruzados a la defensiva y los labios casi cerrados, Rivera se engullía las palabras en monólogos a ratos incomprensibles (soy disléxico, invento palabras, confundo las letras).

"Por mi temperamento depresivo, la vida ha sido siempre sórdida, una mísera mierda. Afortunadamente he logrado vomitarla bellamente. Mi pintura es la belleza de lo terrible, de lo escatológico; me ha permitido tapar el dolor. Reconozco, sin embargo, que más de una vez he tenido pánico de atravesar el lindero de la locura".

Arturo, desde que eras pequeño, la muerte parece acecharte. Has dicho que de niño te gustaba profanar tumbas, y hoy basta ver de reojo tu obra o voltear la vista aquí en tu estudio, para palpar tu obsesiva vocación por tánatos...

En este momento ya no soy un enfant terrible, estoy contento con mi obra y he decidido cortar de raíz -porque no hay ninguna otra forma de hacerlo-, con el alcohol y las drogas. Además me voy a casar con Ana; ahora sí, ¡la quinta es la vencida! Ahorita no me quiero morir. Antes quizá sí, pero no estaba consciente... Cuando comencé a exhibir mis cuadros, al regresar de Alemania, me sorprendía cuando la gente me decía que encontraba "tremenda" mi pintura. Yo en ella sólo me veía a mí mismo, no encontraba nada mórbido ni censurable. Hoy reconozco que quizá si no hubiera sido artista, hubiera acabado siendo loco o asesino. Desde niño me generaba un placer voluptuoso cortar y destazar. A los 12 ó 13 años, mi entretenimiento era ir al Panteón de Dolores con mi primo José Alberto y con Alfredo, mi vecino, para intentar robarnos lo que pudiéramos de la fosa común. Llenábamos nuestras mochilas de excursionistas con mandíbulas, cráneos y huesos y, en el jardín de la casa de Alfredo, su mamá que era bióloga, nos ayudaba a armar nuestros esqueletos. ¡Llegamos a ensamblar hasta 17 esqueletos completos! Una vez, llevé uno a mi casa y fue un escándalo, la sirvienta me acusó; dijo que en mi cuarto había espíritus. En esa época, llegué también a acompañar a Alfredo y a su mamá al anfiteatro. Recuerdo el olor a formol, las rebanadas de tumores en los portaobjetos y la presencia de los cadáveres. Soñaba con ser médico: como tantos otros, un sádico sublimado. Cuando a mi primo José Alberto le regalaron un microscopio, yo le propuse que fuéramos "socios" de un "laboratorio". Lo nombramos Arjo (por Arturo y José). Capturábamos moscas y diseccionábamos lagartijas. Además, nos vestíamos con batas blancas e íbamos a los barrios pobres de la Nápoles para solicitar muestras de agua y analizarlas. También inventamos pólvora. Un día mi tía se enojó, nos tiró todo al escusado, nuestros polvos hicieron reacción y explotó su baño. En esa época vivía yo en un equilibrio muy precario entre la vida y la muerte. Tenía dos vidas, era como Jekyll y Mr. Hyde.

¿A qué te refieres?

José Alberto era extremadamente católico y puritano, un "niño bueno" a quien no le gustaba ni el sexo ni el alcohol. Yo, que era el malo, a veces prefería alternar "el mundo científico y moral" con la amistad con "los del triángulo", sobre todo con el Pelón y con Pepe que era nieto de "El corbatón", un conocido defensor de los pobres. Sólo con ellos me sentía verdaderamente aceptado. "Los del triángulo" eran los del bajo mundo, la escoria de la Nápoles, los que inhalaban cemento y carecían de todo. Vivían en vecindades de cartón, sin cañería, con techos de lámina corrugada cubiertos de corcholatas, que servían para evitar que el agua de lluvia se traspasara a sus casas. Pasé mi adolescencia en ese barrio. En las tardes, nos encerrábamos todos en la azotea de la casa del Pelón. Echábamos llave a la puerta y nadie podía salir hasta que no se acabara la cubeta de cubas. Mis primos nunca quisieron ser parte de esto, pero bien sabían que, si necesitaban cualquier cosa de gángsters o madrazos, la pandilla siempre respondía, hasta con balazos. Con los del triángulo, la vida era de a de verás, me sentía como James Dean en Rebelde sin causa. En mi casa ni cuenta se daban.

¿Te arrepientes de algo que hayas hecho con ellos?

Sí, ¿cómo no? Una vez íbamos todos ahogadísimos, y en nuestros terrenos, a la altura del Viaducto por Nebraska, nos encontramos a un teporocho. Lo pusimos acostadito en la barda del Viaducto, de modo que si se movía para un lado, se daba un madrazo en la banqueta; pero, si se movía para el otro, acababa atropellado. Nunca supe qué le pasó. Otras veces agarrábamos arañas capulinas de los baldíos, las echábamos en frascos y desde un puente se las tirábamos a los coches. Un par de veces, vimos cómo se tronaban los parabrisas y, por supuesto, había que correr para salvar el pellejo. Mi hermana Silvia, que era tremenda, también le entraba a esto con nosotros.

Quisiera entender por qué "te descarriaste". Provienes de una familia de rancio abolengo: tu tío abuelo fue el constitucionalista Aquiles Elorduy (a quien se le recuerda por haber dicho: "Soy ateo por la gracia de Dios"), y del lado paterno, los Rivera han hecho historia por liberales y cultos. Manuel Rivera Cambas fue tu bisabuelo, un denotado historiador y cronista de la Ciudad de México (autor de Historia antigua y moderna de Xalapa, en 1869; México pintoresco, artístico y monumental, y Los gobernantes desde Hernán Cortés hasta Benito Juárez); Manuel Rivera Vásquez fue tu abuelo, afamado abogado; y tu papá, Manuel Rivera Silva, fue penalista, Ministro de la Suprema Corte a partir del sexenio de López Mateos, y autor de importantes libros de derecho penal en los que abogó, con base en la teoría freudiana, por "regenerar" a los criminales. ¿Qué sucedió en tu familia para que ni tú ni tus hermanos varones -Manuel y Alfredo, ambos muertos de manera trágica- siguieran la "vida digna" que de ustedes se esperó?

El problema fue ése: intentar perpetuar a toda costa un nombre y una profesión: la de abogado. En mi casa nació un primogénito, Manuel Rivera, que murió a los 8 meses de edad. Cuando después de dos mujeres nació otro varón, nuevamente le llamaron Manuel y mi padre depositó en él todas las expectativas familiares. Catorce meses después de mi hermano, nací yo y, desde ese día, comenzaron las diferencias y rivalidades. Manuel era todo: guapo, estudioso, el buen hijo que inmortalizaría, una vez más, el nombre familiar. Yo no existía y acabé por odiar a todos, principalmente a Manuel y a mi papá, que era farol de la calle y oscuridad de la casa, porque yo era como cualquiera de los reos que se proponía "regenerar", pero en mí no aplicaba nada.

De la infancia sólo tengo recuerdos vagos, el más doloroso es el de un día que intenté acariciarle el pelo a mi papá mientras veía los toros. Cuando él sintió el roce de mi mano, se levantó iracundo para gritarme que lo dejara. No puedo olvidar su expresión. Nunca pude hablar con él. Si estábamos solos, los silencios se tornaban sepulcrales. Se murió hace como ocho años y al final me daba lástima, se quedó casi ciego, sumido en una depresión crónica.

Pintaste un cuadro muy enigmático titulado El que procura la justicia (1998), que supongo que alude a tu padre. El batracio que ahí pintas con una pequeña cabeza humana, tiene palos como extremidades y tras sus gafas parece que acecha perversidades...

Le inventé el rostro, no es el de mi papá. Para mí, sin embargo, la justicia no existe. De joven, me daba vergüenza aceptar que él fuera mi padre. Cuando metieron a Siqueiros a la cárcel, él participó en la confección de la ley de disolución social para poder encarcelarlo. Entonces yo no sabía ni dónde esconderme, pero hoy me vale: reconozco que Siqueiros era un imbécil que no sólo participó en el asesinato de Trotsky, sino que pintaba espantoso... Por otra parte, de entre los siete hermanos, yo creo que soy yo quien más se parece a mi padre. Encuentro sus gestos en mi cara, su manera de señalar, su frialdad y heredé también su espantosa falta de mentón. Veme, lo tengo sumido -dice tocándoselo-, por eso siempre me he dejado crecer la barba y seguramente por ello es que me atraen tanto las mujeres huesudas, angulosas del rostro. Reconozco que la constante búsqueda de aceptación de la mujer, que ya se me volvió vicio, obedece a mi inseguridad, a la falta de aceptación de mi papá. El era además un neurótico. Parecía ecuánime y equilibrado, pero era muy manipulador. Me detestaba porque yo representaba la ruptura que él no se atrevió a vivir. Hubiera querido ser escritor, fue amigo de Octavio Paz en la preparatoria y juntos hacían la revista Barandal. A los 18 años escribió Paisajes íntimos, un ensayo sobre el narcisismo y conceptos freudianos. Sin embargo, luego se casó, comenzó a tener familia y se conformó con ejercer el derecho, profesión que le impuso su padre. Se quedó acomplejadísimo. Siempre nos estaba presumiendo que a los 8 años él ya había leído Las cuitas del joven Werther, de Goethe, y no perdía ocasión para tacharme de ignorante. Con él no había forma. Un día me agarró con el Decameron de Bocaccio y me lo arrebató a gritos. Se decía liberal pero era un censor castrante: para él, lo picaresco era pornográfico. Hasta El laberinto de la soledad tuve que leerlo a escondidas porque no iba a aceptar que yo leyera un estudio que hablara de "la chingada". Para joderlo, todo lo que leí, lo hice a escondidas: Molière, Herman Hesse, Voltaire; no le iba a dar ese gusto. Lo que sí le agradezco es que comprara tantos libros. Desde niño, me extasiaba viendo sus fascículos de La pinacoteca de los genios donde veía la obra de Goya, Durero, Bruegel el Viejo, El Bosco y...

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