La calma brava

AutorAdolfo Córdova

Especial Tienen el carácter del viento y hablan con la boca salada. Cuando despiertan se encomiendan a la Virgen de la Esperanza y por lo menos una vez al día saludan a Dalí.

La gente de Cadaqués vive con las agallas de quienes han resistido ataques piratas, la pasión del que ha sido anfitrión de artistas y el sosiego del que valora la quietud del océano después de una tramontana (un viento célebre, tempestuoso).

Su personalidad es fuerte y frontal, y calurosa y pacífica. Viven del turismo pero disfrutan más su pueblo cuando no hay bullicio y aglomeraciones. Entonces, de fines de septiembre a enero, cualquier cala es idílica para asolearse frente a sus aguas verdemar.

Cuesta aceptar que el silencio y la tranquilidad con las que nos recibe la tarde no sean el estado natural de este precioso pueblo marinero.

Pero en otoño e invierno Cadaqués vuelve a ser el secreto mejor guardado de la Costa Brava. El que fuera refugio de artistas, como Dalí o Picasso, que pasaron temporadas pintando en este paisaje de cerros agrestes y escarpados, y playas de arena gruesa y oleaje manso.

Caer en la trampa

No es difícil llegar a Cadaqués, pero hay que bordear un buen número de cerros del Parque Natural Cabo de Creus y combinar transportes.

Tomamos el tren de Barcelona hacia Figueres. El trayecto es de unas dos horas, aunque con los nuevos trenes de Alta Velocidad (AVE) se hacen 50 minutos.

Al llegar, resistimos a la tentación de echar un ojo a la ciudad de nacimiento y muerte de Dalí, porque nos mueve más la atracción del Mediterráneo. En realidad nadie nos había hablado de Cadaqués antes, pero quien lo hizo fue tan elocuente que casi decidimos tomar el tren a la mañana siguiente.

Y aquí estamos, entre viñedos y cerros que ocultan más cerros hasta que la vista descansa en el blanco uniforme de las casitas de Cadaqués y la bahía llena de llaguts (embarcación de pesca típica de Cataluña).

Tenemos la sensación de estar en una isla griega, un tanto por el aislamiento en el que nos sumerge el macizo montañoso a nuestras espaldas y otro tanto por esa blancura escalonada que forman las casas. Todas con puertas y ventanas verde pino o azul rey.

Arrastramos nuestras maletas por callejones empedrados hasta el maleconcito, el Paseo Marítimo del pueblo, y nos detenemos al pie de una estatua de Salvador Dalí que da la espalda al mar pero saluda a todo el pueblo con una mirada sobria, la mano apoyada en un bastón y la otra en el bolsillo del saco.

"Cadaqués es una trampa", dice Natalia, una escultora que tiene su taller aquí desde hace cinco años.

"Llegué y me quedé; todos los días son de color diferente", cuenta mientras nos toma la foto con Dalí.

No deja de maravillarnos la blancura uniforme de las construcciones que, con la tarde, va tomando un color aperlado.

"La perla de la Costa Brava", llaman también a Cadaqués, y nos parece que sí, y que hemos caído en la trampa.

Cálida penumbra

Después de dejar nuestro equipaje en el Hotel Playa Sol, hacia el extremo Este de la bahía, salimos a buscar una de las mesitas...

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