El camino hacia la claridad

AutorHugo Roca

Enviado

BARILOCHE, Argentina.-Cuando vio fuego en el horizonte y que nubes negras cubrían el cielo, dice Hugo Vereertbrugghen que pensó en el Apocalipsis. Quedó quieto y encogido, afuera de su casa, bajo el horror de la muerte. Nadie en Bariloche recuerda haber sentido tanto miedo como ese día. A las tres de la tarde del 4 de junio de 2011 hizo erupción el volcán Puyehue; siguieron ocho temblores, llamas cruzaron el aire y la ceniza comenzó a caer violentamente acompañada de pequeñas piedras.

Estaba vendida toda la temporada de esquí y la ciudad se preparaba, una vez más, para llenarse de turistas y presumir lo hermosa que es en invierno. Hugo cuenta que los barilochenses salieron con tapabocas, sombreros y palas; se juntaron miles espontáneamente y durante horas trabajaron en quitar la ceniza, pero la ceniza siguió cayendo durante tres interminables semanas donde desaparecieron las calles y pareció que Bariloche quedaría enterrada entre olor a azufre bajo un fúnebre manto.

No hubo esquiadores esa temporada. Cerró el aeropuerto y ni siquiera llegaron los brasileños; quedaron vacías las habitaciones de los hoteles y la carne de jabalí se pudrió en los restaurantes. En medio de tanta tristeza, llegó la primavera y su entrada no pudo ser más desdichada.

Dicen los barilochenses que el sol derritió el hielo y los cerros Catedral, Otto y Tronador se llenaron de flores rojas, amarillas y blancas, pero su brillo era efímero: tan pronto se abrían buscando luz, las cenizas apagaban el resplandor, marchitándolas; ese profundo azul irisado del lago Nahuel Huapi, que abarca casi 600 kilómetros cuadrados, se hizo opaco y verdoso, como si le hubieran derramado petróleo; en el cielo las cenizas calientes tronaban al chocar con las capas de aire frío y el rugido enrarecía el canto de los pájaros, destruyendo su melodía hasta convertirla en una partitura de tintes dodecafónicos, sin jerarquías.

Hugo, que vive del turismo, como casi el 80 por ciento de la población, perdió todo lo que invirtió en Los Baqueanos, su negocio de cabalgatas en el Cerro Catedral, a un lado del Lago Gutiérrez. Hugo le puso ese nombre, Los Baqueanos, en homenaje a los topógrafos que aconsejaban a los generales argentinos del siglo 19 provenientes de Buenos Aires para guiar ejércitos por los territorios desconocidos del norte de la Patagonia, donde sometieron en 1879 a cerca de 15 mil indígenas en la llamada Campaña del desierto.

Hugo recuerda cómo la angustia comenzó a morder su alma. Vivía en la ciudad perfecta, con un rostro deslumbrante, de belleza particular para cada estación, y de pronto se encontró sin trabajo, hundido en el sillón de su sala, viendo caer tras la ventana una trágica lluvia gris. Cuenta que imaginó, en el fondo de su depresión, acentuada por la lectura de la Biblia, que del cielo caían restos de ángeles calcinados.

Era implacable la cruel realidad: Bariloche estaba inmóvil y abandonada de sí misma.

UN SIGLO DE CAMBIOS

Autores como Laura Méndez y Wladimiro Iwanow (Bariloche: las caras del pasado); Miguel Ángel Cornaglia (Bariloche: su pasado y su gente), y Julio Argentino Riesgo (Bariloche...

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