Carlos Tello Díaz / La amistad que nunca existió

AutorCarlos Tello Díaz

Hace ya medio siglo de todo eso: era el fin del otoño de 1955. El doctor Fidel Castro Ruz, exiliado en México, acababa de regresar de un viaje de casi dos meses por la costa este de Estados Unidos, que tenía el propósito de recabar fondos para la Revolución. En aquel viaje, donde recibió 10 mil dólares para su causa, había pronunciado una de las frases que serían más célebres de su repertorio: "En el año 1956 seremos libres o seremos mártires".

La voluntad de cumplir esa promesa estaba detrás de los preparativos para salir a Cuba un año después, en el otoño de 1956. Castro buscaba con ansias la embarcación que los habría de llevar a la isla con el dinero que le acababa de dar el ex presidente cubano Carlos Prío Socarrás, entonces exiliado en Miami. El dinero fue recibido por Antonio del Conde, "El Cuate", propietario de una armería ubicada en la Calle Revillagigedo 47, en la Ciudad de México. Era quizá el mexicano más involucrado con la causa de la Revolución. Al principio había tenido con los cubanos sólo un trato de negocios, pero después acabó por abrazar su ideal. En el otoño de 1956, junto con Castro, "El Cuate" viajó a las montañas de Veracruz con el fin de probar unos fusiles Remington. Siguió después hacia la costa para ver un yate que deseaba conocer en el río Tuxpan. Cuando Fidel lo vio, apacible junto al muelle, fue incapaz de contener una exclamación de júbilo. "En ese barco me voy a Cuba", dijo.

El Granma fue adquirido pocos días más tarde con ayuda de "El Cuate", quien actuó como comprador en Tuxpan. Aquel yate de madera, construido en 1943, tenía 15 metros de eslora por cinco de manga, con dos motores diesel de seis cilindros y tanques para 2 mil galones. Su dueño era un americano que vivía en la capital de México, Robert Erickson. En 1953 había naufragado en un ciclón y había permanecido algún tiempo bajo el agua, por lo que era necesario repararlo para la expedición a Cuba. Su reparación debió incluir el cambio de los dos motores, una planta eléctrica, los tanques de agua y combustible, una nueva sobrequilla y el remozamiento completo de su cubierta. El barco zarpó al fin el 25 de noviembre, a las doce y veinte de la madrugada, en plena tempestad, con el timón al mando del capitán Onelio Pino. Estaba diseñado para alojar a 20 individuos, pero fueron embarcados 82, todos muy jóvenes, con un promedio de 26 años. Su destino sería cruel para la mayoría. De los 82 expedicionarios, 20 morirían al desembarcar, 21 serían...

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