El cine todo lo resuelve

Lejos estaré de referirme a lo que, en mis pininos de cinéfilo, me gustaba, sino a lo que la sociedad de mi entorno, entonces más que nebuloso todavía, consideraba trascendente. A mí me encantaba Tarzán el Hombre Mono, con Johnny Weismuller y Maureen O'Sullivan, y fantaseaba con La invasión de Mongo, con Buster Crabbe encarnando a Flash Gordon, mientras que eso confuso de mi entorno prefería -en lo que a producción nativa concernía, dicen- El compadre Mendoza, con Alfredo del Diestro, y Santa, el gran best-seller de Federico Gamboa, con María Elena Valenzuela en la versión fílmica silente, o Lupita Tovar en la sonora, con el añadido en ésta de Carlos Orellana de insoportable llorón en el pianista ciego. Es decir, mi candidez normal de coconete frente a la filosofía de románticos sin remedio que ya se ve nunca faltan.

Eran los buenos, dulces, viejos tiempos de la ciudad capital, todavía pueblo grandote: década de los treinta de nuestro añorado siglo XX. Década en la que, precisamente, irrumpió en la pantalla blanquinegra del aún balbuciente cinenal la eclosión boreal, el campanazo retumbante que nos lanzó a las alturas de la gloria y puso el nombre de México en el corazón del mapa universal: Allá en el Rancho Grande, la cinta que Fernando de Fuentes propuso simplemente como comedia campirana y se convirtió en estampa de nuestra idiosincrasia mexicana y bandera de "nuestra briosa raza de bailadores de jarabe" ¡y uyjayjay! Esa obra maestra del jolgorio fue sin duda el arquetipo, el modelo irrenunciable elevando al clasicismo a sus personajes revestidos ya de eternidad: el héroe, joven galán cantante, Tito Guízar; el villano celoso, el afamado compositor vernáculo, Lorenzo Barcelata; la Dulcinea ingenua, Crucita, la muy linda Esther Fernández, codiciada hasta por el patrón; el patrón, rico pero de nobles sentimientos, René Cardona; y desde luego y ya para los restos, el cómico charrito, Carlos López, el Chaflán, con su contraparte de comadre chismosa, la espléndida característica Emma Roldán.

Ora que, bien mirado, el Rancho Grande no sólo hizo escuela interminable: Negrete en lugar de Tito, el Chicote en vez de el Chaflán, y así hasta el infinito, sino que sentó tesis social inapelable. Porque si en el rancho -en la hacienda- no había peones acasillados ni había tienda de raya y, en rigor, nadie salía al campo a trabajar y los fandangos y los bailongos se sucedían un día sí y otro también, ¿por qué rayos se hizo la revolución? Con los...

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