Concibe Urroz 'Nudo de alacranes'

AutorEloy Urroz

Mi encuentro con Irene en La Huerta coincidió con mi descubrimiento de Lawrence a los 24 años. Sin sus libros -y la historia de su vida trashumante, aparejada a esos libros-, dudo que me hubiese embarcado en esa otra historia de amor, la mía, la que más atesoré durante muchos años, incluidos los veinte de mi vida con María. Yo, para esa época, era ya un excelente lector. Había devorado la biblioteca de mi abuelo, y no sólo la suya, sino también la del padre economista de Álvaro, mi otro gran amigo de esos años. Por fortuna, nunca tuve problema en hacerme de los libros que yo quería y no encontraba. Si no los conseguía, mi madre me mandaba con el chofer a buscarlos. Y casi siempre los hallaba o, en el peor de los casos, el librero, un exiliado chileno de anteojitos parecidos a los de Braulio Aguilar, los pedía ex profeso al extranjero. El precio no importaba. Mis padres lo pagaban. Yo era, lo que se dice, un niño "bien", un niño mimado, insoportable y casi culto. Mi madre no trabajaba. Lo empezó a hacer por primera vez cuando enviudó.

En cualquier caso, sin el ejemplo de Lawrence no me hubiese embarcado en esta historia de amor con una prostituta de mi edad. Ahora bien, y esto debe quedar claro a quien siga leyendo: nada tiene que ver el novelista inglés o sus maravillosos libros con las prostitutas ni con el mundo prostibulario ni con la pornografía, a las que atacó invariablemente en sus novelas y ensayos. Todo lo contrario: Lawrence me sacó de ese mundo a través de sus relatos, a través de lo que sus personajes decían o pensaban sobre el amor, sobre la forma beligerante en que se oponían a las ideas pacatas de sus contemporáneos, a su hipocresía burguesa, sobre todo en el tema del sexo y el matrimonio por conveniencia. Sí, a quien no lo conozca, le sorprenderá. Probablemente la mayoría haya oído sobre él de refilón, de manera superficial y sesgada. Y he allí la mayor incomprensión: la que surge del desconocimiento y la ignorancia. Si hubo un autor que se dedicó (más que ningún otro en el siglo XX) a fustigar con su pluma la concupiscencia, la pornografía, la práctica del sexo sin pasión, ése fue justamente David Herbert. No de balde lo acusaron de predicador, pero jamás uno religioso. Al contrario: Lawrence era (a ratos) un predicador del sexo, pero del sexo correctamente entendido, del erotismo como forma religiosa (y suprema) del amor, del sexo correctamente (religiosamente) vivido... Y he allí el segundo -inmenso- problema con que uno se topa: a nadie le gusta que le digan cuál es la forma correcta de hacer el amor, a nadie le interesa oír cómo se debe o no amar, coger o abstenerse, alcanzar un orgasmo o someterse a su pareja con el ulterior (extraordinario) fin de alcanzar una aparente plenitud cósmica... Y menos le interesa a nadie que le digan lo que "no debe hacerse", y entre esas prohibiciones está la de meterse con una ramera, pues en esos casos, piensa Lawrence, el sexo se vuelve algo puramente "mecánico" y no algo instintivo y natural. Lawrence me habría crucificado si hubiese sabido cómo y dónde conocí a Irene, mi primer amor. (Mis anteriores novias no cuentan. Fueron cortejos, caprichos, que, acaso, intentaban probar mi heterosexualidad.) Lo que David Herbert sí hubiese celebrado, fue lo que ocurrió después de aquella espléndida noche en Cuernavaca, la forma inverosímil en que nuestra relación -nuestro amor anómalo, según Gracián- fue ascendiendo del lodazal para limpiarse y coronarse en el auténtico amor de pareja. Sin Lawrence nada de esto hubiera ocurrido. Sin Lawrence no...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR