El conserje que murió cumpliendo su deber

AutorSamuel Adam

"No te metas conmigo. Yo ya estuve en la cárcel y no me da miedo regresar".

Las amenazas de los franeleros eran cada vez más frecuentes.

Antonio, el portero de un edificio de la calle Chihuahua, en la colonia Roma, los había cuestionado más de una vez al ver autos estacionados a la entrada de las cocheras que custodiaba.

Ignoraban las peticiones. Al contrario, lo insultaban. Destruían lo que pusiera para evitar que se estacionaran. Lo encaraban.

Los vecinos se dieron cuenta, hace unos meses, de que él le daba la vuelta a la calle para no toparse con el grupo de hombres de entre 30 y 40 años que "cuidaban" los autos. El conflicto, sin embargo, llevaba casi un año.

La madrugada del lunes 13 de octubre, cuando salía de su hogar rumbo a su trabajo, las amenazas se cumplieron. Los golpes que le dieron antes de que una patrulla o ambulancia lo asistiera lo dejaron en coma y, una semana después, acabaron con su vida.

Ante la fallida regulación de franeleros y valets parking en la vía pública -aun con la presencia de parquímetros-, las calles y avenidas del corredor Roma-Condesa viven tomadas por grupos que controlan la afluencia de asistentes a los más de 500 establecimientos mercantiles de la zona. Son grupos a los que se ha denominado "los dueños de la calle" y hoy, entre ellos, la Procuraduría General de Justicia del DF busca a los asesinos de Antonio.

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Durante 13 años, Toño fue el filtro entre el exterior y la intimidad de los vecinos del edificio, que sólo sabían su primer nombre.

Primero, como obrero para la remodelación del inmueble. Cuando la arquitectura del Art Nouveau y Art Déco de finales del porfiriato en la Roma no resistió el paso del tiempo, Antonio formó parte de su refundación, literalmente, desde sus cimientos.

La confianza que inspiraba su saludo a los primeros compradores del nuevo edificio, que cuidaba hasta que fuera totalmente ocupado, le bastó para quedarse a trabajar hasta su muerte.

Al principio, su tarea era abrir y cerrar la puerta; esporádicamente, ayudar con la bolsa a la vecina de arriba; barrer y trapear las escaleras, los pasillos; limpiar los barandales.

"A las cuatro y media o cinco de la mañana tú ya oías el ruido de la escoba, porque le gustaba trabajar temprano", comenta un vecino con el que convivió por más de 10 años.

Después, creció la confianza al portero, igual que las responsabilidades: cobrar las cuotas del agua, luz, gas; comprar pintura para la pared, buscar la tubería nueva del boiler, cambiar el vidrio de la ventana rota... hasta cuidar de los niños mientras su mamá iba al mandado o cuando su padre se iba a trabajar.

"Hasta la fecha, él tenía mi llave", comenta un joven del último piso. "Era una persona a quien yo podía confiarle a mi esposa y a mis hijos".

Aún permanece el único interfono que en vez de números lleva una palabra...

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