En defensa del TLCAN... y de algo más

AutorCarlos Salinas de Gortari

Rescatar empleos perdidos y reencontrar la ruta del bienestar de sectores de la población afectados por las transformaciones operadas en el mapa de la economía mundial exige recobrar la competitividad. Esto no se logra con gestos paternalistas con los trabajadores, ni con desplantes autocráticos con las empresas, ni desconociendo a los socios comerciales en los tratados internacionales. Hostilizar las relaciones de comercio e inversión con México puede ciertamente afectar la integración avanzada durante casi un cuarto de siglo de la región económica que ha generado el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, (TLCAN). Pero no elevará las condiciones de competitividad de Estados Unidos con otras regiones. Por ejemplo, para competir hoy con Asia no bastará con la fuerza comercial de la gran potencia económica de Estados Unidos ni con cerrar, a la defensiva, sus fronteras a los productos de aquella región. Lo que procede, en cambio, es fortalecer y no minar la región de pertenencia, entendida como la más efectiva plataforma de competitividad de las naciones.

Así lo entendimos en los primeros años de la década de 1990 los gobernantes de los tres países de la región de América del Norte. Tuvo antecedentes y circunstancias precisas. A mediados de 1979, y antes de ser Presidente, Ronald Reagan visitó México y le propuso al presidente José López Portillo un Tratado de Libre Comercio para América del Norte. La respuesta del mandatario mexicano fue contundente: "Ni nuestros hijos ni nuestros nietos verán nunca ese día". La razón era comprensible: en esa época México basaba su desarrollo en una economía cerrada y sus exportaciones dependían del petróleo.

Además, había fuertes razones históricas para rechazarlo, sintetizadas en una expresión del inicio del siglo XX que reflejaba una fatalidad con tintes religiosos: "Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos". Esta frase se remontaba a la historia en que México perdió la mitad de su territorio por la arbitraria expansión al sur de la Unión Americana, en la primera mitad del siglo XIX, que remató con la invasión y la guerra de 1846-1848. Un joven comandante del ejército invasor, Ulises Grant, llamó a aquella operación "una de las guerras más injustas jamás emprendidas por una nación poderosa en contra de otra más débil". Para los estadounidenses aquella se convirtió en la "guerra olvidada" y, sin embargo, como bien se ha dicho, los envenenó, pues el intento de imponer la esclavitud en los territorios recién incorporados de California y Nuevo México (que incluían Nevada, Utha y Arizona) fue el preámbulo de su terrible Guerra Civil. Para los mexicanos este evento desgarrador forma parte de la memoria colectiva, como lo son también las dos intervenciones militares de Estados Unidos en México al inicio del siglo XX.

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Menos de una década después de la visita de Reagan, en noviembre de 1988 me reuní con el presidente electo George H. W. Bush en Houston, en Texas. Estados Unidos acababa de firmar un Acuerdo de Libre Comercio con Canadá y Bush me propuso extenderlo a México. Mi respuesta fue nuevamente de rechazo, por razones distintas.

Además de ser México una economía en desarrollo al sur, frente a la economía más poderosa del mundo al norte, en ese momento el país padecía la carga del excesivo endeudamiento con más de 500 bancos comerciales en el mundo. Teníamos que reducir la deuda externa y no sólo reprogramarla. Proceder a una negociación simultánea de deuda y comercio hubiera significado que...

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