Diario de fatigas / Sainte-Beuve: el fin de la infancia

AutorChristopher Domínguez Michael

Los biógrafos de Sainte-Beuve destacan, en su infancia, al hijo póstumo y al muchacho que abandona, por decisión propia, la niñez. Su padre, Charles-François, lector infatigable, escritor aficionado, girondino, funcionario recaudador de impuestos en la Picardía, murió dos meses antes del nacimiento de su hijo Charles-Augustin. En "Pensées d'Août", corazón de Joseph Delorme (1829), su célebre libro de poemas, Sainte-Beuve se reclama su heredero absoluto: "Nacido en su misma muerte/ Mi memoria carece de su imagen suprema/ Él me ha dejado al menos su alma y su espíritu". Y dado que el crítico creía, con Lammarck, en la herencia de los caracteres adquiridos, daba por hecho que su afán de anotar los libros en los márgenes, su gusto por las noticias literarias, su sistema crítico en embrión, provenía, completo, de su padre.

Al padre, muerto, actor de una fantasía vigorosa, lo acompaña, como es natural, la madre, Augustine Coilliot, singular por haber aceptado, inusualmente, dejarlo vivir, solo, en París, a los 13 años y meses, en septiembre de 1818, para complementar su secundaria con estudios de retórica y griego. André Billy, uno de los biógrafos de Sainte-Beuve, se conmueve al dibujar en su mente la estampa de la viuda de 55 años tomando la diligencia rumbo a París para entregar a su hijo a su destino. Niño prodigio, cuyo primer y acaso único prodigio fue haber elegido, precisamente, eso, su destino. No será sino hasta 1823 cuando Augustine alcance a su hijo en París. Auxiliados por una tía, vivieron juntos el resto de sus días. Soltero empedernido, si los hay en la historia de la literatura, Sainte-Beuve enterró a su madre en 1850. Ella tenía 86 años.

A través de las cartas de Sainte-Beuve a Eustache Barbe, futuro filólogo y canónigo, su mejor amigo, asistimos a un hermoso espectáculo: el de un niño tan libre como un heroicito de Mark Twain, recorriendo no el río Mississippi y sus pantanos, sino el París de la Restauración. Más un Tom Sawyer que hace impostación de inocencia que un Huckleberry Finn pasándose de listo, el pequeño Sainte-Beuve entraba y salía a placer de las academias y los cenáculos: fue dueño absoluto de sus lecturas.

Tuvo, niño, a la libertad intelectual como su posesión más preciosa. Padeció mucho lejos de su madre, aquejado de las añoranzas predecibles del hogar y de la muy provinciana y feúcha, hasta la fecha, Boulogne-sur-Mer. Se consolaba en su amargura leyendo el salmo donde los hebreos cautivos en Babilonia añoraban...

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