Dos viajes en taxi

AutorEtgar Keret y Carlos Velázquez

Decir lo siento

El escritor israelí Etgar Keret, quien en su reciente visita a México presentó la serie de crónicas Los siete años de abundancia y el libro gráfico Keret en su tinta (Sexto Piso), entrega a R una crónica más, hasta ahora inédita en español

Etgar Keret

En el momento que abordamos el taxi, tuve un mal presentimiento. Y no fue porque el chofer me pidiera impacientemente que abrochara el cinturón de seguridad del niño en el asiento trasero cuando ya lo había hecho, o porque murmurara algo que sonó como una maldición cuando dije que queríamos ir a Ramat Gan. Yo tomo muchos taxis, así que estoy acostumbrado a los malos genios, la impaciencia, las manchas de sudor en las axilas. Sin embargo, había algo en la manera en que habló el chofer, algo medio violento y medio al borde de las lágrimas que me hizo sentir incómodo. Lev, mi hijo, tenía casi 4 años en ese entonces, y nos dirigíamos a la casa de la abuela. A diferencia de mí, no podría importarle menos el chofer y se concentró principalmente en los altos y feos edificios que continuaban sonriéndole a lo largo del camino. Cantaba Yellow Submarine en voz baja, para sí mismo, con palabras que inventaba que sonaban casi a inglés, y agitaba sus cortas piernas en el aire siguiendo el ritmo. En un momento dado, su sandalia derecha golpeó el cenicero de plástico del taxi, derribándolo al suelo. Salvo por la envoltura de una goma de mascar, estaba vacío, así que no se desparramó basura. Ya me había inclinado para recogerlo cuando el chofer frenó repentinamente, se volvió hacia nosotros y, con su rostro realmente cerca del de mi hijo, comenzó a gritar. "Niño tonto. ¡Me rompiste el coche, idiota".

"Oiga, ¿acaso está loco o qué?", le grité al chofer, "¿le grita a un niño de 3 años por un pedazo de plástico? Dése la vuelta y comience a conducir o le juro que la próxima semana estará rasurando cuerpos en la morgue de Abu Kabir, porque no estará conduciendo ningún vehículo público, ¿me escucha?". Cuando vi que estaba a punto de decir algo, agregué: "Ahora cierre la boca y conduzca".

El chofer me lanzó una mirada llena de odio. La posibilidad de golpearme en el rostro y perder su trabajo estaba en el aire. Lo consideró durante un largo momento, respiró profundamente, se dio la vuelta, metió la primera velocidad y arrancó.

En el radio del taxi, Bobby McFerrin cantaba Don't Worry, Be Happy, pero yo me sentía muy lejos de la felicidad. Miré a Lev. No estaba llorando, y aunque estábamos atrapados en un embotellamiento de tráfico que avanzaba muy lento, no tomaría mucho tiempo llegar a la casa de mis padres. Traté de encontrar otro rayo de luz en ese desagradable viaje, pero no pude. Le sonreí a Lev y le alboroté el cabello. Él me miró fijamente, pero no me sonrió. "Papi", preguntó, "¿qué dijo ese hombre?".

"Ese hombre dijo", respondí rápidamente, como si no fuera nada, "que cuando viajas en un auto, tienes que ver cómo mueves las piernas para que no rompas nada".

Lev asintió con la cabeza, vio por la ventana, y un segundo después volvió a preguntar.

"¿Y que le dijiste tú al hombre?".

"¿Yo?", le contesté a Lev, tratando de ganar un poco de tiempo, "le dije al hombre que tenía toda la razón, pero que debería decir lo que tiene que decir en voz baja y cortésmente, y no gritar".

"Pero tú le gritaste", reclamó Lev, confundido.

"Ya sé", dije, "y eso no estuvo bien. ¿Y sabes qué? Ahora me voy a disculpar".

Me incliné hacia adelante de manera que mi boca casi tocaba el grueso y peludo cuello del chofer y exclamé en voz alta, casi declamando: "Señor chofer, siento haberle gritado, no fue correcto". Cuando terminé, miré a Lev y volví a sonreír, o por lo menos lo intenté. Miré por la ventana -apenas estábamos saliendo del embotellamiento en la Calle Jabotinsky; la parte difícil quedó atrás de nosotros.

"Pero, papi", dijo Lev, poniendo su diminuta mano sobre mi rodilla, "ahora el hombre tiene que decirme que también lo siente". Miré al sudoroso chofer frente a nosotros. Para mí era evidente que estaba oyendo toda nuestra conversación. Y era todavía más claro que pedirle que se disculpara con un niño...

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