Elias Canetti: El Jinete Lateral

AutorJuan Villoro

a Mihály Dés

Para Elias Canetti las agendas despiertan el deseo de crearse un "calendario propio", la cronología secreta de una persona. Al revisar los apuntes fechados, el usuario encuentra sentido retrospectivo a su existencia, momentos de "superación expansiva" que justifican el paso de las horas. Los días felices transmiten una sensación de logro individual; pero hay otros, aún más intensos, que resulta difícil clasificar: los días "en que nosotros mismos somos superados". En este caso, lo memorable es una fuerza externa, el Libro o el Suceso que nos modifica. La vida intelectual de Canetti dependió de un día de ese tipo. El viernes 15 de julio de 1927 cristalizó el núcleo de su obra entera. Durante los siguientes 67 años buscaría explicarse los ricos estímulos de esa fecha. Un día de condensación absoluta, la cifra de una mente.

El escritor decidió convertirse en rehén de ese momento, atesorarlo como una cantera inagotable y profética. Aunque los acontecimientos que ocurrieron ese día hubieran sido históricos de cualquier forma, la mirada de un testigo de excepción los transformó en materia prima para renovar el pensamiento y la narrativa. Afecto a colgar reproducciones de sus pinturas favoritas en las paredes (los Profetas de la Capilla Sixtina, el retablo de Grünewald), y a mirarlos con la reconcentrada atención que dedicó a todos sus temas de interés, Canetti sustrajo esa fecha y la clavó con un alfiler en su pared mental: 15 de julio de 1927. Todo lo que hiciera de ahí en adelante dependería del fuego que ardió en las calles de Viena y la multitud que lo miró con ojos encendidos.

Esa mañana, Canetti amaneció como un estudiante de química de 22 de años; por la noche, la metamorfosis se había operado: el joven nacido en Bulgaria en 1905, que se servía del alemán como su tercera lengua (después del búlgaro y el español ladino), era dueño de un enigma que sólo podría resolver por escrito, buscando acomodo en una estética todavía futura. Aún no conocía a Broch ni a Musil. Las búsquedas culturales de la capital austriaca no estaban a la vista de todo mundo; el psicoanálisis, el expresionismo, la dodecafonía, la filosofía del lenguaje se fermentaban en una aldea de aspecto bastante provinciano. Al viajar a Berlín, el joven Canetti se sorprendería de que los hallazgos radicales (el teatro de Brecht, la pintura de Grosz) fueran públicos y aun famosos. Para el estudiante de química que el 15 de julio se pasó para siempre a la literatura, en Viena sólo una persona marcaba la diferencia, un escritor por el que hubiera ido a la guerra y por quien profesó inmodificable idolatría: Karl Kraus, editor de la revista La antorcha, auténtica universidad de Elias Canetti.

Entre otras cosas, aquella fecha caló tan hondo en Canetti por la reacción de Kraus ante los sucesos. ¿Qué ocurrió ese viernes de epifanía? Todo empezó el 30 de enero de 1927, en la localidad de Schattendorf, cerca de la frontera con Hungría. Un mitin popular fue salvajemente reprimido por fuerzas derechistas; hubo decenas de muertos, entre ellos un niño de 8 años. Se apresó a los responsables y se les siguió juicio en Viena. Su abogado defensor era Walter Riehl, conocido militante nazi. Los liberales y los socialdemócratas austriacos esperaban una sanción a los asesinos, pero el jurado (que apenas discutió el asunto tres horas) les entregó un trofeo de impunidad: los represores de Schattendorf fueron exculpados.

La mañana del 15 de julio, el Arbeiter Zeitung, órgano del Partido Socialdemócrata, criticó la corrupción de la justicia. Canetti leyó la prensa en la pensión que habitaba en las afueras de la ciudad y tomó su bicicleta para dirigirse al centro. Fue uno de los miles de vieneses que de manera espontánea constituyeron una masa rebelde, la primera que el escritor veía. Esta masa sin líder, animada por su propio impulso, se dirigió al Palacio de Justicia, símbolo de un poder inoperante.

La monarquía austrohúngara creó una de las más sólidas burocracias de Occidente. A principios del siglo 20, los funcionarios se ordenaban en 19 categorías, estratificación superior a la de los cielos de la cosmogonía prehispánica. El dilatado imperio de Francisco José, donde se mezclaban razas, idiomas y culturas, había dependido del valor simbólico de los expedientes (muchas veces extemporáneos o incomprensibles) que tendían un vínculo conjetural entre el emperador y sus ilocalizables súbditos. Al apodarse del Palacio...

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