Enrique Krauze / Poder y querer

AutorEnrique Krauze

Si se busca el poder, hay que quererlo de verdad. Esa voluntad casi obsesiva, obviamente, no es condición suficiente pero sí necesaria para alcanzarlo. En un proceso de ciega reversión (señalado por Octavio Paz en Posdata, a propósito de Hidalgo y Zapata) llegar al poder sin querer termina destruyendo a quien lo rehúye.

Hay en la historia de México muchos ejemplos de reversión: Morelos (que abdicó de su poder concreto por la idea abstracta de poder representada por el Congreso), Iturbide (a quien le pesaba la corona como una maldición), Guerrero (a quien le abrumaba el puesto), Santa Anna (que lo detentó en varias ocasiones pero corría a sus haciendas a la primera oportunidad), Comonfort (Hamlet mexicano que se debatió entre quererlo y no quererlo), Lerdo de Tejada (emparedado entre dos oaxaqueños, místicos del poder), Madero (que quiso la liberación de México, cosa distinta al poder). En todos ellos el final fue dramático: la muerte violenta o el exilio.

Ya en la era contemporánea (antes de la transición del 2000) identifico dos casos de reticencia. El primero fue López Portillo: su vanagloria del poder (muy distinta de la voluntad del poder) condujo a la quiebra financiera. El otro, Luis Donaldo Colosio, fue trágico: su ambigüedad frente al poder fue un elemento perturbador en el ominoso clima previo a su asesinato.

No menos importante es la lección inversa y complementaria: para ejercer juiciosamente el poder, no hay que quererlo tanto. Los viejos huicholes, cuando trasmiten el bastón de mando, lo advierten: "no lo retengas demasiado porque te quemará las manos". En el siglo XIX, esa soberbia estuvo a punto de destruir el legado de Juárez (que murió a tiempo para entrar a la gloria) y condenó, sin remedio, a Porfirio Díaz (que no quería retirarse cuando lo prometió y tuvo que hacerlo). En la primera mitad del XX, nubló la razón de los grandes generales sonorenses (Obregón, Calles). Y en el trecho contemporáneo hizo lo mismo con Alemán, Díaz Ordaz, Echeverría y Salinas de Gortari.

La sola enumeración denota que la voluntad de poder, en sí misma, no predica nada sobre la calidad o el sentido moral de la gestión. Algunos fueron extraordinarios constructores, otros destruyeron y se destruyeron. Se parecen sólo en la ambición: egoísta o altruista, dictatorial o patriótica, pero ambición al fin. Por eso, con la excepción de Díaz Ordaz (que fue el hombre fuerte de gobernación de 1954 a 1964, y luego el presidente más autoritario del elenco)...

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