Entrevista / Ali Ahmad Sa'id / Adonis: El señor de la traición

AutorSilvia Cherem S.

Desde su humilde hogar en Kassabin, en las montañas alawitas del norte de Siria, Ali Ahmad Sa'id (Siria, 1930), apenas un adolescente, mandó un poema iniciático a un diario provincial. Esperó durante semanas y, al no verlo publicado, se sumió en la depresión.

En sus manos cayó entonces el relato del amado Adonis, aquel que, según cuenta Ovidio, logró renacer a pesar de haber muerto en las fauces de un sanguinario jabalí. Su amada Venus regó la tierra con su sangre y, al llegar la primavera, Adonis resurgió como anémona. Como aquella esperanzadora estrella blanquecina y carmesí, Ahmad Sa'id añoró para sí una nueva oportunidad: "volví a mandar el mismo poema, al mismo diario, ahora firmado por Adonis".

Para su sorpresa, éste fue publicado. Desde aquel momento, Ahmad Sa'id murió y permitió nacer a Adonis - "sugerente y arcaicamente oriental, tan ritual y mediterráneo"-, hoy considerado uno de los más grandes poetas contemporáneos, el modernizador de la poesía árabe y desde hace una década uno de los favoritos para el Nobel de Literatura.

Durante los dos días que conversamos en Tampico, en donde participó en el Festival Internacional de Literatura Letras en el Golfo, Adonis relató su infancia, sus luchas y su necesidad de trascendencia. Sobre la mesa, lo acompañó siempre su Mont Blanc y una libretita en donde escribe en caligrafía árabe sus apuntes para poesía (No escribo a diario, sólo cuando una idea me persigue).

Hombre de contradicciones, se reconoce un rebelde que se tambalea entre la veneración y el repudio; entre el juego de ser profeta o Satán. Ante auditorios occidentales provoca perplejidad e idolatría cuando declama su poesía en árabe agitando su cuerpo con la sensualidad de sus metáforas. (La poesía árabe es corporal. Mi cuerpo recita conmigo, mis poemas no sólo surgen de la cabeza, son también la piel, el aliento, la voz y la sangre). Esta veneración se diluye en el mundo árabe donde, según dice, hace casi cinco años el Mufti de Arabia Saudí decretó una fatwa en su contra, un edicto que lo condena a muerte a manos del Islam fundamentalista. Se le acusa de traición. Es vituperado por su seudónimo occidental, por su vida en París, en donde reside hace más de dos décadas, y, sobre todo, por sus afrentas ideológicas. Dice él en su defensa: "Los más grandes poetas, necesariamente han sido antirreligiosos. La religión está terminada: dicta y ordena con base en la tradición; la poesía, por el contrario, habla de un mundo inconcluso, de un mundo por construirse. La poesía es nuestra única posibilidad ante la tiniebla que nos circunda".

En su célebre libro Canciones de Mihyar, el de Damasco escribió ya en 1961: "¡Qué dulce la traición!/ ¡Oh mundo que se alarga en mis pasos/ como sima e incendio!/ ¡Cadáver de solera!/ ¡Mundo que traicioné y sigo traicionando!// Ese náufrago soy cuyos párpados rezan/ al bramido del agua./ Y también soy el dios, ese dios que la tierra del crimen bendecirá.// Soy un traidor y vendo mi existencia/ al camino maldito.// Que yo soy el señor de la traición".

Un 'Cabo' Lector

-Comenzaste a escribir a los 12 años. La literatura a tan temprana edad implica marginación y soledad. Háblame de aquella infancia.

No conocí la infancia. En el medio rural, el niño nace grande, no existe una cultura de la infancia. Crece en la naturaleza, en el campo, junto a los árboles. Desde que comencé a caminar, mi vida transcurrió arriba de un árbol. Nunca fui a una escuela, ni vi un coche, un cable de luz o de teléfono. Jamás.

Mi pueblo pertenecía a los inicios de la creación. Nuestra casa estaba hecha de piedra y lodo. Ahí en un angosto espacio vivíamos apiñados mis padres y hermanos. Cuando hacía frío, nuestra única vaca y su compañero, el buey, también dormían con nosotros. Hay imágenes que no olvido: las flamas del horno de pan; la tristeza silenciosa de mi madre cuando murió mi hermana menor, Sekina, según decía, a consecuencia del mal de ojo; el agua helada con la que me bañaban.

-¿Cómo aprendes a leer y escribir?

Mi papá fue mi primera escuela. Era un hombre extraordinario, un campesino pobre, pero cultivado, y él fue quien me enseñó a leer y a escribir. Yo era el mayor de los hijos varones y a diario iba descalzo a sentarme junto a él para que me leyera poesía de los antiguos poetas y textos de misticismo sufí. Mi madre, por el contrario, es analfabeta. Aún hoy, a sus casi 100 años, sufre por no saber leer y guarda un enorme resentimiento...

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