El equilibrio perdido

AutorAntonio De la Cuesta Colunga

Una acción unilateral de Estados Unidos contra Bagdad daría al fundamentalismo islámico razones de sobra para iniciar una ofensiva atacando intereses estadounidenses y de sus máximos aliados en la zona, los israelíes. Esto a su vez desencadenaría otra furiosa respuesta de parte del pueblo judío contra sus vecinos más cercanos y desamparados, los palestinos. Al final, y ante la evidente supremacía militar de Israel, siguiendo la lógica maniquea de la justicia con los vencedores, las aspiraciones palestinas de consolidar un Estado propio quedarían sepultadas.

Saddam Hussein había burlado los esfuerzos de Naciones Unidas y no ofreció la cooperación esperada por parte de su gobierno, desaprovechando la última oportunidad que la comunidad internacional le dio para desarmarse. La administración Bush parece haber definido su plan de acción: diseñar una estrategia que justifique a toda costa la intervención en Iraq y el derrocamiento de Saddam Hussein, así como el establecimiento de un gobierno afín a los intereses estadounidenses.

Tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, el resurgimiento de una política exterior más agresiva de Estados Unidos hacia Medio Oriente fue inevitable. Este inexorable rumbo era aún más predecible si se toma en cuenta la presencia de destacados neoconservadores en puestos clave dentro del Departamento de Defensa y otras dependencias relacionadas con la seguridad nacional en la administración Bush.

La creciente influencia en la Casa Blanca de los "halcones" levantó las expectativas no sólo de esta corriente radical dentro del Partido Republicano, sino también de prominentes legisladores demócratas muy cercanos a la causa israelí, como Joseph Lieberman, ex candidato a la vicepresidencia en 2000, respecto al inicio de una ofensiva definitiva contra la dictadura de Saddam Hussein en Iraq y el ejercicio de una política de disuasión sobre el mundo islámico. La inmediata intervención contra el Talibán en Afganistán, de octubre de 2001, parecía ser el comienzo de una serie de incursiones para derrotar a otros regímenes de la zona considerados hostiles por Washington.

Sin embargo, el gran contrapeso a las ambiciones de altos funcionarios como Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz, secretario y subsecretario de Defensa respectivamente, y Richard Perle, director del Consejo sobre Política de Defensa, entre otros, lo constituía el Departamento de Estado, principal encargado de la diplomacia estadounidense. El secretario de Estado, Colin Powell, ha tenido la difícil tarea de mesurar el discurso belicista del gobierno de George W. Bush y de negociar el mayor apoyo posible de la comunidad internacional para la estrategia de su gobierno en Medio Oriente.

La postura moderada de Powell es bien conocida, ya que como jefe de las Fuerzas Armadas durante la Guerra del Golfo de 1991 fue el responsable de no haber finalizado el conflicto con la devastación total de Iraq. En 2002, Powell fue el principal promotor a fin de que Washington no fuera de manera unilateral a una conflagración armada contra Bagdad y se concediera a los inspectores de armas de la ONU un plazo más o menos razonable para marcar un parámetro sobre la peligrosidad de Bagdad en cuanto a su presunta posesión de arsenales de destrucción masiva.

El juego político entre los departamentos de Estado y Defensa en la definición de la política exterior de Estados Unidos ha sido una constante desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. A lo largo de la Guerra Fría, ocurrieron eventos que demostraron la preponderancia de una u otra Secretaría. En varios de ellos, apareció un tercer actor convertido en el fiel de la balanza en dicha pugna institucional: el Consejo de Seguridad Nacional (NSC). Esta institución fue creada en 1947 en el marco de la reestructuración del aparato diplomático y de seguridad tras la victoria sobre el eje Berlín-Roma-Tokio. Su...

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