Escalera al cielo / El mejor de los amigos

AutorChristopher Domínguez Michael

Esta vez, lo reconozco, no me actualicé. En vano hice el propósito de leer algo nuevo de lo mucho que se publicó en todas partes con motivo del tricentenario del nacimiento de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), festejado el pasado 28 de junio. Me propuse conseguir la nueva biografía hecha por los esposos Cottret o la muy breve, y poco amiga del personaje, según dicen, aparecida en inglés, obra de Leo Damrosch. Pero, al final, desistí guiado por la pereza a la cual nos reducen las viejas amistades. Es decir, releí no sólo al homenajeado, sobre todo capítulos enteros de Las confesiones, publicadas póstumamente no en cualquier fecha, sino en 1789. Bajé gratuitamente sus obras completas en mi kindle y usé sin ningún prejuicio una colección suya, seguramente pirata, impresa en los años de la Revolución, orgullo de mi biblioteca. Y releí los tres libros que en cuanto a Rousseau me han formado y los cuales recomiendo vivamente: el de Bernard Groethuysen (FCE, 1985), el de Jean Starobinski, La transparencia y el obstáculo (1971; Taurus, 1983) y la biografía que Jean Guéhenno publicó, por vez primera, en 1952.

A la de Guéhenno es probable que le falte erudición. Pero colma gracias a su compromiso con ese hombre al que llama Jean-Jacques, haciendo notorio que, de todos los modernos, sólo a Rousseau se le llama por su nombre propio. Casi nadie, supongo, le dice Carlos a Marx o Arturo a Schopenhauer o Fede a Nietzsche y, en cambio, desde los tiempos en que la Revolución lo sacó de Ermenonville, donde había muerto en 1778, para llevar sus cenizas al Panteón, en 1794, Rousseau es Jean-Jacques, para muchos. Lo es, según Guéhenno, porque en él reconoció su siglo, el dieciocho, la familiaridad de quien se encuentra con un semejante, es decir, a uno mismo: "Era un pobre y gran hombre, como todos los hombres, y a causa de esa mezcla, uno de nuestros testigos más auténticos".

Starobinski dice más: antes de Rousseau a nadie le importaban gran cosa los orígenes y por ello fue él quien averiguó, para beneficio de toda la humanidad (creo que sólo tratándose de él puede uno referirse a ella sin sentirse un cretino), el origen de las sociedades, de las lenguas, del hombre en el niño. A través de toda su obra y no sólo en Las confesiones, él impuso a su persona como la presencia explícita de su obra. Se le puede hasta maldecir por haber cambiado la historia en un sentido a veces contraproducente, por creer en la bondad natural del hombre, en la voluntad general, en...

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