Escalera al Cielo / Pitol, Premio Cervantes

AutorChristopher Domínguez Michael

En aquel de sus libros que me emociona más, El viaje, que Sergio Pitol dedica a la literatura rusa, se consigna un encuentro con Viktor Svlovski, el teórico de la prosa y de la forma, que a mí me parece tan fantástico como toparse en una esquina con un general de Napoleón. Con prodigios de esa índole se relee a Pitol, una empresa dilatadísima que invita al reconocimiento de los escritores que, ángeles de la guarda o de demonios del mediodía, desfilan ante su presencia. En una lectura salpicada de sueños se pueden ver aparecer, antes de su agónico arrepentimiento, a Gogol y junto a él a Chéjov, el artista perfecto, quien abre el camino para Andrei Biely, el poeta de San Petersburgo.

Tras los rusos vienen los polacos, encabezados por Conrad, que algún día lo fue, antes de ser genio de la novela inglesa, y con él se presenta, alcanzando las puertas del paraíso, Jerzy Andrzejewski. Escuchamos a Witold Gombrowicz predicando contra la poesía pura y junto a él nos descubrimos ante Bruno Schulz, el mártir. Tampoco sería posible librarse de la imagen en la cual el gettatore Mario Praz prodiga la mala suerte. Y los ingleses se hacen presentes con Roland Firbank, el príncipe de los estetas y Evelyn Waugh, de cuya malvada flema tanto aprendió el escritor veracruzano.

No pasaría desapercibido un loco como Flann O'Brien y ese otro personaje, del que Pitol habla con alguna discresión, pero que es esencial para comprender su figura, E.M. Forster. Saldría sobrando insistir en Mann y en Kafka, entre los autores de lengua alemana, y el cuadro quedaría incompleto sin esas figuras solitarias, equidistantes, que como Patricia Highsmith y Benito Pérez Galdós, custodian el desfile de Pitol.

Las listas de nombres célebres, sobre todo si son autores, resultan enfadosas y culpable de flojera mental quien las suministra, como el mismo Pitol ya lo advierte, al desdeñar el árbol genealógico, en su autobiografía precoz. Pero los lectores concederán que, en el caso de Pitol, es tan imposible omitir esas ennumeraciones como desconcertante sería desplegar un mapa en el cual, como en el primer día de la creación, nos faltasen del todo los nombres de las ciudades, de los ríos, de las montañas. Y me amparo en otra justificación, quizá la esencial: entre nosotros ningún artista ha ejercido de manera tan lograda, como Pitol, el arte de la emulación. Sólo con los más grandes ha aceptado medirse y en esa exigencia nada ordinaria ha tornado en ejemplar su carrera, bildungsroman de...

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