Espalda con Espalda

La verdad no sé si aún llovía, pero igual hubiera podido estar lloviendo. Era julio y la tarde seguía pasando cuan larga era. Mi hermana y yo no podíamos estar mejor vestidas para un retrato que se quería irrevocable.

No recuerdo la exacta mirada de nuestra madre, cuya urgencia de perfección nunca parecía del todo conforme con sus obras, pero creo que aquella vez la fascinamos, porque siempre tuvo en su estancia la foto que nos tomaron entonces, recargadas una en la otra, espalda con espalda, cada quien con una canasta entre las manos. Aún estamos ahí, viendo hacia la luz del fotógrafo que nos llamaba a sonreír sin que le diéramos a cambio más que una mirada digna de la posteridad.

Incluso a los desconocidos les atrae esa foto. Aunque sea cursi, o porque lo es. No lo saben quienes la ven y sonríen con las dos niñas que vistió mi madre como a dos muñecas, pero ella y nosotros llegamos hasta ahí tras una epopeya doméstica que no puedo ni quiero olvidar.

A punto de salir rumbo al estudio fotográfico del señor Oklay, hombre rubio, silencioso y pálido que por el solo hecho de serlo parecía enigmático, un accidente puso fin a la ceremonia con que nos habían ataviado. Escribo ceremonia y el recuerdo me asegura que así debe llamarse a la sucesión de movimientos que nos rodearon por un rato.

Nuestra madre y la muchacha que le ayudaba en el difícil arte de disfrazar a sus dos hijas, empezaron por ponernos unos fondos de algodón con tira bordada en las orillas. Eran preciosos ya, podrían haber bastado para dejarnos elegantes, pero fueron solo el principio sobre el que cayeron dos vestidos de una gasa etérea, como debería ser el mundo. Tenían esas mangas cortas y plisadas que las modistas llaman de globo, tenían unos cuellos redondos y unas pecheras con alforzas. Todo lo ribeteaban los encajes traídos desde Brujas hasta Puebla, en un viaje que imaginábamos eterno. En la cintura nos ataron unas bandas de seda color de rosa que se anudaban en un lazo perfecto.

Mi madre nos había peinado las ondas con goma de tragacanto y sobre la mesa había dejado unos sombreros de paja clara que aún siguen provocando el deseo de volver a mirar la perfección con que estaba tramada su cursilería.

Pero antes de llegar al clímax que sugerían esos sombreros, faltaba ponernos los calcetines de hilaza tejidos por las monjas trinitarias y luego los zapatos de charol con las puntas redondas y unas trabas alrededor de los tobillos. Nosotras no sabíamos cómo hacerlo bien y ese día...

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