El espectáculo de la violencia

AutorRafael Aviña

La cultura de la frontera, la figura del narco, el tráfico y consumo de drogas y sus ramificaciones políticas, económicas y morales fueron la premisa de Tráfico (Traffic, 00), de Steven Soderbergh, un filme insólito debido a su hiperrealismo y su feroz crítica a las instituciones y la sociedad a partir de un mosaico de historias que se entrecruzan. Un par de policías mexicanos que colaboran con un general corrupto que apoya a uno de los cárteles, un honrado funcionario que vive en carne propia el infierno de la droga, la historia de una bella mujer ajena a la realidad que toma el control en el negocio de los estupefacientes de su marido y el relato de unos agentes de la DEA que intentan atrapar a éste.

No obstante, en el extremo opuesto, el cine mexicano ha manejado una suerte de antítesis para reflexionar sobre los mitos del narco. Tierra de nadie, espacio físico intangible, territorio de miseria y muerte, de poder y venganza, de riqueza y oropel, la frontera se ha convertido en una suerte de árbol del paraíso para aquellos hombres y mujeres que se aferran a un sueño de libertad económica y social con las vísceras de un lado y un nudo en el estómago allende el Río Bravo. Sin embargo, la tragedia del ilegal, del bracero, del espalda mojada, la pesadilla de la migra y de las faenas agotadoras en los campos de trabajo descubre su reflejo oblicuo y poderoso en ese espejo ilusorio de la frontera llamado narcotráfico.

Es el otro fenómeno fronterizo, el de la tentación del poder y la ilusión del dinero rápido; la ilegalidad de los ilegales dedicados al cultivo, la venta, el tráfico y/o el consumo de drogas, un próspero negocio que une momentáneamente tanto a encumbrados políticos como a los llamados "burros": niños y adolescentes utilizados como minicorreos de la droga. Por supuesto que esa cultura del narcotráfico ha encontrado eco en un cine ultrabarato, casi subterráneo como la industria misma que describe en sus relatos.

Un cine que glorifica la violencia y sus torpes ballets de sangre a ráfaga de metralleta adornados con los acordes de Los hermanos Terán, Los Tigres del Norte o Los Broncos de Reynosa. Un cine que repite al infinito el mismo y trillado tema de ascenso vertiginoso, corrupción, venganza, muerte, traición y contrabando, y cuyas verdaderas estrellas son las pacas de yerba mala y los cuernos de chivo; una suerte de westerns rascuaches donde impera el polvo, la cerveza, la sangre, las lentejuelas, los sombreros norteños y el sonido del acordeón y la redova y sus corridos que ensalzan leyendas o se lamentan de las tragedias de amor.

Aquí, a falta de los Caros Quintero y los Señores de los cielos...

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