Falsas promesas

AutorSlavoj Zizek

Para ilustrar la extraña lógica de los sueños, Sigmund Freud evocaba una anécdota sobre una tetera prestada: cuando un amigo le acusa a usted de devolverle rota la tetera que le prestó, su respuesta es, primero, que nunca se la prestó; después, que cuando se la devolvió no estaba rota, y al final, que la tetera ya estaba rota cuando se la dejó. Esta secuencia de argumentos incongruentes confirma lo que quería negar: que había tomado prestada la tetera y la había roto.

Tal sucesión de incongruencias caracteriza las justificaciones públicas de la Administración Bush de la invasión de Iraq a principios de 2003. Primero afirmó que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva, lo que suponía "un peligro real en el momento presente" para sus vecinos, para Israel y para todos los países occidentales democráticos. Hasta el momento, dichas armas no se han encontrado (aunque más de mil especialistas de Estados Unidos las han buscado durante meses).

Después aseguró que incluso si Saddam Hussein no tuviera armas de destrucción masiva, había participado junto con Al Qaeda en el 11-S, por lo que debía ser castigado, al tiempo que se impedían futuras agresiones. Pero hasta su presidente, George W. Bush, tuvo que admitir en septiembre de 2003 que Washington "no tenía pruebas de que Saddam Hussein estuviera involucrado en el 11-S". Y finalmente el tercer nivel de justificación: aunque no hubiera pruebas del vínculo con Al Qaeda, la despiadada dictadura de Saddam suponía una amenaza para sus vecinos y una catástrofe para su pueblo, lo que era razón suficiente para derrocarle.

Cierto, pero ¿por qué derrocar el de Iraq y no otros regímenes peligrosos, empezando por Irán y Corea del Norte, los otros dos miembros del infame Eje del mal de Bush?

Si estos motivos no resisten un examen serio y parecen indicar que la Administración estadounidense se equivocó al actuar como lo hizo, ¿cuáles fueron entonces las verdaderas razones del ataque? En realidad, hubo tres: una sincera creencia ideológica en que el destino de Estados Unidos es llevar la democracia y la prosperidad a otras naciones; el afán de proclamar y advertir, brutalmente, de la incondicional hegemonía de Estados Unidos y, por último, la necesidad de controlar las reservas de petróleo iraquíes.

Los tres niveles operan independientemente y todos deben tomarse en serio; ninguno, ni siquiera el de la propagación de la democracia, debe desestimarse ni interpretarse como una manipulación o mentira. Cada uno tiene sus propias contradicciones y consecuencias para bien y para mal. Pero en su conjunto son peligrosamente incongruentes e incompatibles, y prácticamente condenan al fracaso la acción de Estados Unidos en Iraq.

El americano no tan impasible

Históricamente, los estadounidenses han visto su función en el mundo en términos altruistas. "Sólo pretendemos ser buenos", afirman, "ayudar a los demás, llevarles la paz y la prosperidad, y fijaos lo que obtenemos a cambio". De hecho, nunca como ahora -con la actual ofensiva ideológica global de EE UU- habían estado tan vigentes películas como Centauros del desierto, de John Ford, y Taxi Driver, de Martin Scorsese, o libros como El americano impasible, de Graham Greene, que muestran esa ingenua benevolencia de los estadounidenses. Como dijo Greene de su protagonista, que quiere sinceramente llevar la democracia y la libertad occidentales a los vietnamitas y ve cómo fracasan por completo sus intenciones: "Nunca conocí a un hombre que tuviera mejores motivos para provocar todos los problemas que provocó".

Tras esas buenas intenciones subyace la suposición de que en el fondo todos somos estadounidenses. Si ése es el auténtico deseo de la humanidad, todo lo que éstos tienen que hacer es dar a los pueblos una oportunidad, liberarlos de...

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