Fersen, el amor y la enfermedad

AutorGerardo de la Concha

Su Divina Gracia, mi gato Fersen. Los tibetanos piensan que los gatos son curativos. Ahora que estuve enfermo, Fersen observó que nuestra rutina había cambiado y lo noté por un detalle, pues dejó de maullarme a las 6:00 como todos los días para que le diera su desayuno. Los dos tenemos un viejo origen campesino, digamos silvestre en su caso, y al amanecer, cuando cantan los gallos, es inevitable que estemos despiertos. Entonces, Fersen me pide su comida. En un gesto de delicadeza dejó de hacerlo, como si hubiera advertido que debía quedarme en cama por algún motivo poderoso. Así que todos esos días anduvo sufriendo, comiendo tarde, como le pasa cuando viajo, hasta que alguien de la casa se condolía de él. Es el problema de que las rutinas se interrumpan. Pero en este caso estoy seguro que percibió que estaba enfermo.

Una tarde de esos días dormía y desperté de pronto, Fersen estaba sobre mi pecho y miré el reflejo de sus ojos dorados en una imagen mágica, como las que Baudelaire rescataba de sus gatos en sus poemas. Es como si ahí, donde estaba sembrada mi enfermedad, él estuviese transmitiendo con su ronroneo otra vibración, dulce, armoniosa.

Finalmente, toda enfermedad es un desajuste psíquico y físico, y por qué no creer entonces que al restablecerse la tranquilidad emocional uno ayuda a vencer las enfermedades. Es como si Fersen lo hubiera comprendido. Por eso Fersen, llamado así en honor al Conde de Fersen que quiso salvar a María Antonieta, Reina de Francia, se ha convertido conmigo en todo un curandero tibetano.

Antes de que la enfermedad me derrumbara en cama, comprobé lo que ya sabían Guido Cavalcanti, los trovadores franceses de la Corte del Amor, los tríos de boleros y la música ranchera, que las mujeres hermosas pueden ser muy crueles, dispuestas a hacerte pedazos de manera impasible como lo hace un tigre con su presa.

Me dijo ella: "Quiero amar". "Quiero ser amado", dije. Lo que podría ser la correspondencia entre dos deseos, en realidad es la manifestación de un desencuentro. Sin embargo, al no existir ningún príncipe azul a vistas, permanezco en la plaza, siendo el que ama sabiendo que no es amado. La enfermedad ya bullía dentro de mí, y yo la contemplaba a ella, un rayo de luz oblicua iluminaba su rostro y su cuerpo, y no podía sino conmoverme no obstante su frialdad, porque las mujeres hermosas son, al mismo tiempo, el mayor de los consuelos y la posibilidad más certera de una cruel desgarradura.

Me tocaron luego las...

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