Filmar mata

AutorJuan Villoro

Para un escritor la ficción es el espacio donde los personajes no están sindicalizados y los efectos especiales salen baratísimos. Si dispone de esa libertad, ¿por qué decide escribir un guión de cine? Curiosamente, abundan las razones. La primera de ellas, según me revelaron en una noche de Madrid los hermanos Casariego, autores de novelas y guiones, es que resulta más divertido hablar de películas que de libros en proceso. El novelista entra en un cuarto, la piel se le reseca ante el teclado durante cuatro años, y sale con un libro. Aunque el trabajo sea más pleno, contarlo aburre mucho. En cambio, los proyectos de cine incluyen animales amaestrados, productores con gazné, vicios interesantes, egos de fábula. ¿Qué saca el narrador de todo aquello? Anécdotas, anécdotas, anécdotas. Un libro de ficción absorbe las peripecias, un guión las provoca.

Además, hay cosas que sólo se pueden contar en cine: lo que entendemos al mirar, antes de que lleguen las palabras. En Vivir mata me interesaba explorar el poderío visual de la memoria (un mismo hecho que dos personajes ven en forma distinta) y narrar historias paralelas con una simultaneidad ajena a la novela.

Más allá de estos estímulos vitales y estéticos, el cine brinda otros alicientes. Jorge Ibargüengoitia confesaba que escribió un guión cuando le gustó un blazer en Casa Rionda. En 1996 yo tenía albañiles en mi casa y dedicaba mis esfuerzos a escribir, literalmente, ladrillazos. En esas estaba cuando supe que IMCINE ofrecía 40 mil pesos a un guionista debutante (los ya filmados recibían el doble). El cine se convirtió en una oportunidad de conseguir paredes. No tenía argumento pero tenía pretexto.

Un día de verano aterricé en Ciudad Juárez para presentar mi libro de crónicas Los once de la tribu. El acto, en un edificio cuya bóveda principal sugería un planetario, coincidió con la inauguración de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Hubo nueve asistentes (si se me permite incluir al velador y a un ciego que entró a vender chicles). Entre ellos, destacaba un amigo del organizador, de unos 60 años o más. Estaba dominado por la euforia; hizo preguntas intensas y cáusticas, como si yo fuera Gombrowicz; habló de las últimas telas que había pintado o iba a pintar, ofreció un par de tips personales sobre el espíritu de Occidente y me invitó a conocer la noche en Juárez. El organizador ofreció llevarnos en su coche, en compañía de otro amigo. Durante horas, hablamos con cantineros que eran magos, desnudistas que eran adivinas, agentes de migración que eran apostadores de caballos; entramos al tugurio donde debutó Juan Gabriel; soportamos las hordas de adolescentes norteamericanos ebrios; admiramos las mil maneras de bailar la "quebradita"; avistamos el puente a El Paso, Texas, lleno de coches en la alta madrugada; comimos botanas en una farmacia y analgésicos en un bar con sala de masaje y luz morada. Pero lo decisivo no fue la fauna nocturna sino la impulsiva amistad de aquel desconocido. En cada trayecto de automóvil contaba un pasaje íntimo de su vida, le mentaba la madre a un policía, cortejaba a una chica a 20 metros de distancia, peroraba con...

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