Entrevista/ Gabriel Macotela/ Gabriel Macotela en su fábrica del arte

AutorSilvia Cherem S.

Fotos: Rogelio Cuéllar

"A mediodía, te espero mañana"- dispuesto y generoso como es, Gabriel Macotela (Guadalajara, 1954) aceptó así la primera cita para la entrevista, pero distraído y ausente, como también es, aclaró: "Llámame antes de salir, porque todo se me olvida". Llamé... pero llegó dos horas tarde, acompañado de Mariana, guapa y joven, en su "batimóvil" convertible, un Toyota blanco que le cambió por obra a Isaac Masri. De bluyines, playera y botas vaqueras, todo salpicado de pintura, despeinado, se justificaba colocando su mano sobre su frente y, como moribundo, mirando al cielo.

Gabriel anota en letras gigantes sólo lo impostergable. Se olvida de citas y se queda invariablemente dormido cuando está con los amigos y, sin embargo, Macotela se mueve: convoca y asiste a marchas en contra de la guerra, a manifestarse a favor de espacios artísticos y a apoyar encuentros para la justicia en Chiapas.

Los tres pasamos arriba, en donde apenas caben una mesa redonda de madera con cuatro sillas, un colchón en el piso "estilo corriental", sus instrumentos musicales -guitarra eléctrica, trompeta y batería-, un antiguo aparato de sonido y una enorme pantalla de televisión en la que ve DVD de jazz y ópera; en una vitrina tiene las cámaras fotográficas que colecciona, algunas piezas de su amigo el ceramista Gustavo Pérez, y, por todos lados, trenecitos, coches y revolcadoras con los que juega como un niño.

"Me agobia este espacio, me quedó chico, tuve que deshacerme de casi todo. Mariana ya está haciendo efectivo el Plan Giuliani 3, tolerancia cero, ella es el Maestro Limpio y yo, el Maestro Sucio. Acepto que se meta con todo, menos con mis equipos de sonido, porque son cosa de hombres, ¿verdad, Mariana?".

Admirado en el gremio por la musicalidad y limpieza de sus obras abstractas, su talento irrestricto en diversos campos artísticos y, sobre todo, por su bonhomía, sabía de antemano que con la entrevista exploraríamos sus silencios. Sin embargo, "Don Agobito", como le llama Mariana porque "siempre está agobiado", prefería buscarle el lado amable a las dolencias, pintarlas de color.

Durante las dos largas sesiones -una de más de 12 horas con un intermedio para que se echara "un sueñito"-, convocados todos los fantasmas a la mesa, recostado con los pies descalzos en dos sillas, como en un diván, sus manos ocupadas dibujando o fumando, Cuca, una de sus tres perras callejeras, dormida sobre su pecho y la gatita en su hombro, Gabriel insistía: "¡Qué bárbara, me estás sacando todo! Preferiría que sólo escribieras de pintura". Y ya resignado: "Lo único bueno es que no cobras por la terapia".

-Gabriel, háblame de tu infancia, de tu familia...

Nací en Guadalajara, de donde era mi madre. Ahí conoció a mi papá, se casaron y tuvieron cuatro hijos: Patricia, Luis, yo, y luego Rosa María, que es compositora. Cuando cumplí 5 años, mi papá, que era vendedor no sé si de Palmolive o de seguros, prefirió que nos instaláramos en México. El estudió agronomía, pero nunca ejerció. En un viaje que hizo a París de joven, conoció la imprenta de Monsieur Plantin, que era como un museo, y de ahí sacó la idea de poner ese negocio, inclusive con ese nombre. Compró una máquina tipográfica de pedal, y en la vecindad en donde vivíamos, en Cuernavaca esquina con Veracruz, aquí en la Condesa, trabajábamos a todas horas para sobrevivir. Hacíamos desde una invitación de boda, hasta facturas o remisiones.

-Me sorprende saber que tu padre fue a la universidad. Siempre pensé que tus padres habían padecido una vida con escasos recursos y mínima educación.

Mi padre fue militar, sus papás lo mandaron a estudiar a la Marina de Estados Unidos. Hablaba perfecto inglés y francés. Venía de una familia acomodada, propietaria de terrenos, que luego perdió. Conozco muy poco de su pasado. Conservo sólo algunas fotos de él vestido de marinero, y también su traje militar. Los Macotela eran sicilianos. Mi bisabuelo inmigró a México, y se hizo propietario de minas de granito y constructor de ferrocarriles. En la estación de trenes de Buenavista, quedó en una lista y para la historia el nombre de Luis Antonio Macotela, mi abuelo, como uno de los fundadores de Ferrocarriles Nacionales. Nunca lo conocí.

-¿Y tu mamá?

Una mujer católica del "pueblo de Guadalajara". Era pianista, vivía de dar clases. Se la pasaba tocando música de Chopin, Agustín Lara, y de su parienta Consuelito Velázquez, la intérprete de Bésame mucho, quien amenizaba las fiestas de Navidad en Guadalajara. Mi mamá nunca me enseñó una nota de piano, sólo a Rosita, mi hermana, que ahora da clases de viola en la Escuela Nacional. Sin embargo, gracias a ella soy pintor. Le gustaba verme haciendo cosas manuales y me incitaba a seguir.

-Al escuchar que casi mamaste la música, pienso en la armonía, el colorido y el ritmo de tus obras abstractas.

Quise ser músico, pero la pintura me fue ganando. En la secundaria estuve dos años en el conservatorio queriendo ser trompetista de jazz. Se me dificultaba el solfeo y la parte teórica y, además, por una cuestión hereditaria, me quedé sin dientes, indispensables como apoyo para la trompeta. Comencé entonces a tocar la guitarra eléctrica y la batería en un grupo de rock que se llamaba Los Sordos, porque tocábamos fuertísimo. Ahora con Néstor Bravo Jiménez y Eugenio Elías, un excelente trompetista, formo parte del grupo Los Enemigos de los Beatles, bien llamados así porque tocamos horrible. Soy además maniático de las bocinas, y por oír música a todo volumen o por mis perros, me han corrido de todos los departamentos en los que he vivido. Adoro a Miles Davis, al saxofonista John Coltrane y a rockeros como Led Zeppelin, The Cream o Jimi Hendrix. Cuando pinto siempre escuchó jazz o música clásica.

-¿Por qué si tu familia vivía en México, sólo tú te regresaste a vivir a Guadalajara?

Me cuesta trabajo hablar de eso. Cuando tenía como 10 años, vinieron de visita mis tíos, la hermana de mi mamá y su esposo, vieron la precariedad, la situación tan difícil en la casa. Mi padre era un hombre trabajador, pero terriblemente violento; amaba el box y acostumbraba a descontarnos. Lo único que le interesaba era que cumpliéramos con el trabajo, desde la mañana hasta la noche. A mi hermano Luis le tocó la peor parte, lo maltrataba en demasía y ni siquiera pudo estudiar. Yo aceitaba la máquina y ponía maculaturas entre cada impresión. A veces nos pedían 10 mil facturas, la máquina hacía shic, shic, shic... interminablemente, y el trabajo no tenía fin. Mi papá estaba enfrente, vigilando, y yo sólo me...

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