Guadalupe Loaeza / La Cebra

AutorGuadalupe Loaeza

Para Miguel Limón.

Confieso que vi una cebra erguida y excéntrica pasearse por la Zona Rosa. Corrían los años sesenta. "¿Una cebra?", me pregunté sorprendida. Decidí perseguirla por aquellas calles de Hamburgo, Génova, hasta llegar a Niza. No quería perderme detalle de su paso, de su expresión, de su deambular provocador. De pronto, se encontró con la poetisa Pita Amor y ambos se pusieron a charlar. "¡Qué raras son las cebras!", me dije.

Tengo entendido que las cebras son dueñas de un excelente sentido de la vista, incluso hay quienes creen (yo soy una de ellas, convencidísima) ¡¡¡que ven en colores!!! La forma de sus ojos les permite tener un ángulo visual pri-vi-le-gia-do, incluso con un radar de luz nocturna único, por ello en la oscuridad son más hábiles y sigilosas. Y por si fuera poco, las cebras tienen muy desarrollado el oído, lo que los puede convertir en los seres vivos más melómanos de todas las especies.

Por otro lado, hay que decir que las rayas no hacen las cebras, son éstas las que hacen la diferencia entre equinos. Los caballos no son cebras y las cebras no son asnos o mulas. Su pelaje las hace distintivas, pero son muchas otras cualidades las que las convierten en únicas. Como única es la vida de Pedro Friedeberg. En su libro, recientemente publicado, De vacaciones por la vida, están las más hilarantes descripciones que me hacen pensar convencida que se trata de la vida de una auténtica cebra... Así como Leonora Carrington decía a los 5 años que quería ser un caballo, me imagino que Pedro Friedeberg quiso ser una cebra. No por nada fueron tan amigos, tanto que el mismo pintor afirma "podría escribir todo un libro sobre Leonora Carrington pero no lo haré por temor a que ella se disguste seriamente si relato algo que no sea de su agrado"... Se conocieron en 1955 en la galería de un amigo y cómplice de estas vacaciones por la vida, Antonio Souza, y desde aquel año, Pedro y Leonora fueron amigos, a pesar de que Carrington afirmaba que lo conoció desde que usaba trajes de marinerito, mismos que jamás portó Friedeberg. Ambos equinos artistas se identificaron desde que se vieron, una pintora-caballo, otro pintor-cebra.

Cuando pienso en mi juventud y la Zona Rosa, evoco aquellos años en que recorría con mis hermanas de la Iglesia La Votiva, hasta el pasaje de Toulouse-Lautrec. Las niñas bien de entonces íbamos a misa de 1:30 p.m. y luego al café Carmel, de don Jacobo Glantz. En medio de esa efervescente vida de la metrópoli...

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