¡Qué mal viaje! Guayana Francesa: Peligros de la belleza imprevista

AutorAlberto Ruy Sánchez

La Guayana Francesa está llena de sorpresas. Llegamos a Cayena después de mil peripecias que no cuento ahora porque no fue lo peor que nos sucedió, aunque en aquel momento así lo creímos. Nos registramos en el único hotel dentro de la ciudad, antiguo como todo en ella. Dejamos nuestras maletas en una habitación del segundo piso y salimos a cenar en un café cercano. Como se había acabado el tiburón en tomate nos sirvieron un pescado de río con cuatro largos bigotes gruesos, ojos inmensos y armadura en vez de escamas, que llaman "attipa" y nos revelaba un sabor muy fuerte, completamente nuevo para nosotros.

Ni en el universo fascinante de los mariscos de Chile ni en el delicioso de las costas gallegas habíamos encontrado esa intensidad de mar caliente, ese sabor desbordado que se apodera de todos los sentidos en un instante y que sólo tienen los peces turbios de la región amazónica. Lo acompañaban con tres vegetales distintos que tampoco habíamos visto ni probado y cuyo sabor era tan sutil que envolvía al del attipa en tres modulaciones bien diferenciadas, pero las tres muy suaves, cercanas a lo neutro. Eran tres altos para un exabrupto, tres razones para calmar una pasión. Y esa mezcla perfecta de freno y desenfreno en el paladar agudizaba todos nuestros apetitos.

No sé cuánto dormimos. Estábamos agotados. Era todavía muy oscuro afuera cuando el ventilador comenzó a columpiarse y pegar en el techo. El espejo y varios cuadros se cayeron de las paredes. Nuestra cabecera crujía, los muros de madera también. Una ventana, ya desajustada por el movimiento del edificio, se entreabrió, entró una bocanada de aire caliente por ella y saltamos de la cama para ponernos algo de ropa y salir corriendo del edificio antes de que lo derribara el temblor.

Nos dijimos que en la Guayana los sismos son por lo visto más fuertes que en la Ciudad de México. Escuchamos gritos de mujeres, como si alguna fuera aplastada por un muro. Y de pronto, mientras corríamos por los pasillos, nos dimos cuenta de que ya no estaba temblando. Regresamos a nuestro cuarto y entonces pudimos entender que nunca hubo terremoto. El temblor que nos despertó venía de la pareja que hacía el amor en el cuarto de al lado, de otra en el de arriba y una más en el de abajo. En el del lado derecho ya habían terminado. Confundimos un terremoto con la fiebre amorosa del lugar. Al día siguiente nos enteramos de que muy cerca, no más lejos de una calle, hay una especie de cabaret de fines de semana...

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