Recobró Horna la vida perdida

AutorFrancisco Morales V.

Capitana de un delicado barquito de madera que le talló su padre, en cuyos costados hay una caravana de seres fantásticos de Leonora Carrington, Norah Horna sonríe como si el mundo fuera un juguete nuevo.

Al rostro, enmarcado con la pulcritud del blanco y negro, algo se agrega: la melancolía de quien ha perdido casi todo, de quien aprisiona un momento que, al parpadeo del obturador, se va para siempre.

La fotografía aparece en un libro gris con un título escueto: Kati Horna.

"En cada una de sus fotos, en todos los retratos, hay una parte de su identidad y de aquello que ha perdido", señala Norah, una vida después de que su madre accionó la cámara que la retrató cuando niña, sobre el barquito.

Dentro de una casa de portón azul, en una calle empedrada del DF, tres generaciones de Horna confluyen en la sala: la hija, la nieta y la bisnieta. Norah presenta a Caty, madre joven, y a Sarah, apenas una niña.

Sobre el sillón en el que están sentadas está el libro, esfuerzo de tres años que la familia, el Museo Amparo de Puebla y la galería parisina Jeu de Paume se encargaron de cumplir a partir del centenario de la fotógrafa surrealista, nacida en 1912.

"La obra de Kati Horna merece este gran libro", dice Norah, palpándolo como a un perro fiel. Es un libro cuya historia va de exilio en exilio, de Budapest a Paris, de España a México.

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Perdida la Guerra Civil Española, en 1939, Kati y José Horna se despidieron de Robert Capa en la isla de Ellis y, con el dinero que amigos exiliados les habían conseguido, alquilaron un camarote para viajar a México.

Con agujeros en los bolsillos, la fotógrafa húngara -antes de apellido Deutsch- y su esposo, escultor y pintor andaluz del que adoptó el Horna, hicieron tierra en Veracruz días después.

Kati llevaba encima un abrigo de piel y unas perlas que, tan pronto puso un pie en el puerto, le fueron retiradas por un contrabandista que los había alimentado en el barco.

El resto de su dinero, el poco que les quedaba, se les fue en adquirir un plátano macho que a Kati, europea todavía, le pareció un tesoro imposible, un regalo de la tierra que habría de acogerla por el resto de su vida.

En el pecho se le agolpaban Budapest, París y los campos de España, hogares perdidos para siempre, menos en sus fotos, donde de algún modo sobrevivieron con toda la poesía de su nostalgia.

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"Lo único que extraño, y que...

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