Humberto Musacchio / El Informe, una ceremonia caduca

AutorHumberto Musacchio

Por décadas, el Informe fue autocelebración del presidencialismo, desfile triunfal del personaje en torno al cual giraba nuestra vida pública. Era ocasión programada para la ratificación de lealtades y las más abyectas formas de sumisión. Era el día mágico en que las fuerzas vivas se empeñaban en demostrar que el poder podía.

En los felices días del absolutismo priista, una prensa envilecida narraba los fastos de las instituciones y las fotos ofrecían la sonrisa franca del muy carismático salvador de la patria, el gesto adusto que adoptaba en momentos clave de la lectura, su determinación a la hora de asumir sin rodeos los retos de la hora, su valentía cuando informaba que había asesinado estudiantes revoltosos o aplastado sindicatos.

Y mientras aquel dechado de virtudes republicanas soltaba su perorata en la tribuna, los integrantes del "Honorable" Congreso de la Unión no escatimaban sonrisas y gestos de complacencia para el prodigio atravesado por la banda tricolor. Cada parrafada se rubricaba con un aplauso que podía durar varios minutos, medidos con absoluta precisión por los chicos de aquella prensa que, como llegó a decir Adolfo López Mateos, no se vendía, sino que simplemente se alquilaba.

Diputados y senadores, gobernadores, secretarios de Estado y todos cuantos significaran algo en el sistema político, se sumían gustosos en aquel ejercicio masoquista de autohumillación. ¡Hosanna al que viene a regenerar a la nación!, parecían gritar mientras acompañaban las palmas con expresiones beatíficas, con la esperanza de ser siquiera vistos por aquel que ocupaba la más alta tribuna de la nación. De haber sido musulmanes habrían coreado "¡Alá es Dios y el señor Presidente es su profeta!", o tal vez no, porque entonces se hubiera rebajado al señor Presidente a algo menos que un Dios, y eso no era aceptable en aquel régimen que cada 1o. de septiembre convertía la Cámara de Diputados en un incensario.

Pero el Ejecutivo, magnánimo, permitía que la plebe le lanzara confeti y le gritara porras ensayadas con semanas de anticipación. En su recorrido hacia la Cámara o a su regreso, miles de voces por cuadra insistían ordenadamente en que él y nadie más era el bienamado, el único, el omnisciente y el omnipotente, el justo y el dador de todos los bienes. Cada manta y cada pancarta se levantaban a su paso con la misma leyenda machacona: "Muchas gracias, señor Presidente", muchas gracias por los salarios míseros, la falta de vivienda, por las cárceles...

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