Invoca la pasión

AutorCésar Arístides

La experiencia amorosa ofrece alturas radiantes, pero también simas dolorosas, condenas donde la carne y los licores del cuerpo están más cerca del veneno que de la piedad; la sinfonía dominante que acompaña a los encuentros, al proceso afilado del asentamiento afectuoso y a las sucesiones de armonías e intensidades para señalar a los condenados, los que amaron a pesar de la culpa y la desnudez de certezas. Incuestionables resultan la sentencias quevedianas cuando se elevan hermosas y tristes: "¿qué fin alegre puede prometerme?:/ Antes muerto estaré que escarmentado,/ ya no pienso tratar de defenderme/ sino de ser de veras desdichado".

Hundido en lo insondable, en la plenitud de la bruma y el abrevadero castigado que conforman el amor y su tormento, o mejor, la finura implacable del desamor, Francisco Martínez Negrete encadena tres pasajes amorosos a una suerte de estaciones matizadas por la tempestad existencial y el resentimiento causado por esa burlona consecuencia lógica de la pasión arrebatada, la fiebre que mira el precipicio y la altanería lúbrica del goce superior a la meditación: la separación. Su propósito es alabar sin mesura e indagar en el recuerdo para enfrentar el olvido, la soledad y el deseo: "en la negrura del espejo/ dos turquesas me miran/ iguales a tus ojos/ mientras se oyen a lo lejos los tranvías/ crujientes ataúdes en la noche/ desolada del alma". Para reforzar el rumbo oscuro y el asentamiento de la separación el poeta se sirve de aguas turbulentas, no importa el efecto y la asimilación, por encima está el coraje de descubrirse con el sabor viejo en los labios y la sangre contaminada; el recuento de los daños teje una imprecación y una dulzura hosca, brinda su ruina y concluye en el eterno vacío existencial.

Con la armadura del cansancio y el agobio sentimental, Martínez Negrete enfrenta la añoranza y reincide en los actos voluptuosos, sus versos exigen la médula y el sopor, no temen los perfiles erosionados ni la elocuencia del abandono, el reclamo es el beso malhadado; la súplica, el lecho que arde, el coraje, la duda, por eso la denuncia de su anhelo se afana en rasgar, doler: "Y aunque siga prendado a tu sonrisa/ y su miel se confunda con mi sangre/ ya no te invoco más, aunque me duela/ ya no te enciendo velas, ya me quedo/ con tu sabor más íntimo y me callo". No es necio afirmar que este silencio es un grito que revienta en la queja y, entonces, cautivo en esa garganta donde el desdén funda su morada, la...

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