Entre el jade y el plástico

El humo envuelve la entrada del templo de la diosa Matsu a las once de la mañana en Lukang, en la isla de Taiwán. Los cientos de devotos han llegado de lejos, algunos han viajado cinco horas desde el norte para recibir la bendición de la estatua centenaria, protectora de los navegantes. Una cadena de explosiones toma por sorpresa a los menos habituados. El encargado de la pirotecnia, inmune al ruido que producen las largas y coloridas tiras explosivas, anuncia la llegada de una nueva procesión. Más humo. Y música. Llega una comparsa de muñecos de tres metros de altura con trajes rosados y rojos. Tras un baile aparatoso, regresa la calma a la plaza, donde los pescadores venden gambas enanas vivas. El olor procedente de las improvisadas cocinas callejeras invita a entrar en sencillos restaurantes. Apenas hay turistas. En el interior del templo, un ajetreado ir y venir, humo de incienso, rezos. Los palos de la suerte suenan entre el murmullo al ser movidos por quienes buscan un mensaje bondadoso.

Los 36 mil kilómetros cuadrados de Taiwán, una superficie similar a la de los Países Bajos, están plagados de barrios con sabor, templos y tiendas en los que el visitante se adentra en la tradición viva de una isla, la antigua Formosa de los portugueses, atormentada por la historia de este siglo. Lukang es un lugar inmejorable para iniciar la visita a Taiwán, porque se intuye desde el primer paso la trascendencia que aquí tiene la cultura china.

Pero quien llega a este territorio que emerge como una gran montaña del Océano Pacífico, a 160 kilómetros de las costas de China, lo suele hacer por Taipei, la capital de la República de China (ROC, no reconocida por Pekín, que considera Taiwán parte de la República Popular de China). Superado el paisaje industrial que circunda el aeropuerto, se abre una moderna urbe, levantada en las últimas cuatro décadas hasta albergar a tres millones de habitantes (y a otros tres en los alrededores). Un laberinto de autopistas elevadas envuelve una sucesión de edificios sin grandes pretensiones arquitectónicas, entre un tráfico perpetuo.

El buen nivel de vida es patente en las calles, llenas de los últimos modelos de coches. El Made in ROC es ya una constante en el mundo informático y Taiwán es el tercer proveedor de computadoras del planeta. Modernidad y tradición. Esta dualidad caracteriza a un país donde hoy se fusionan la cultura profunda y la tecnología, la eternidad del jade y la generalización del plástico.

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