Jesús Silva-Herzog Márquez / El propósito

AutorJesús Silva-Herzog Márquez

Desde hace varios años el debate político en el país se ha concentrado en dos órbitas: las reglas y los liderazgos. Hemos discutido mucho (aunque mal) de las instituciones y los gobernantes. No es, en sí misma, una mala manera de comenzar una reflexión crítica sobre un régimen reciente que no logra producir buenos efectos. Pero no es sensata como punto final. Pocos ponen en duda que el tejido institucional del país debe ser revisado. El enorme cambio político que hemos vivido en los últimos lustros no ha encontrado una transformación normativa que permita la combinación productiva de la diversidad. La dificultad para mirar lejos, la incompetencia legislativa, los obstáculos a la negociación, los enredos del diálogo, los abusos de las instancias locales tienen origen en una plataforma institucional que ha sido rebasada por la realidad. En esa coordenada se discute la profundidad y el sentido del cambio necesario: abandonar el modelo presidencial o reformarlo.

También hemos gastado muchos litros de saliva y de tinta discutiendo el impacto de las estrategias y las decisiones de la clase política. No se conocen muchos valientes que se atrevan a rendir homenaje a los prohombres que dichosamente aparecieron en nuestro tiempo para inaugurar con gala nuestra primera infancia democrática. Con buenas razones prevalece una extendida repulsa a los servicios de la clase política. El descrédito puede medirse con bastante exactitud en cada registro de la opinión pública. Vale subrayar que ninguna fuerza política se salva de esa condición. Izquierda, derecha y centro; políticos nuevos y viejos comparten los escalones más bajos de la estima nacional.

Tal vez esa manía de discutir esos dos aspectos de la vida política se explica por una expectativa un tanto ingenua: que el buen funcionamiento del pluralismo resulta simplemente de la combinación de buenas reglas y buenos políticos; de un orden institucional razonable y una clase política prudente. La presencia de ambos sería garantía de dirección y movimiento, de moderación y eficacia. La idea sería que las buenas leyes y el buen mando integrarían la dupla suficiente para producir una política vigorosa y activa. Se nos escapa quizá una discusión menos vistosa pero tal vez tan importante o más que las dos previas. Es, en una palabra, el debate del propósito, la polémica sobre el rumbo. Si hay muchas reflexiones sobre las bondades de tales o cuales reglas, sobre los efectos de tal o cual instituto, las...

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